Diagnóstico Humanizado
Seis expertos definen las formas y requisitos para realizar un diagnóstico humanizado
Prólogo
Desde hace años la Fundación Belén realiza una labor diaria de información y asesoramiento a familias con hijos con problemas, físicos, psíquicos o sensoriales. Hemos podido constatar el dolor sufrido por muchos padres, hermanos y familiares, en el momento del diagnóstico.
Cuando a los padres se les comunica un diagnóstico grave y perciben alguna dificultad seria o permanente en el desarrollo de su hijo, se produce un fuerte impacto emocional: «el día se te hace noche». Afirman: «Es un golpe tremendo»; «Me sentí devastada»; «tuve ganas de morir»; «me encontré en un pozo»; «noté un cuchillo en el corazón»; «jamás me había sentido tan perdida». Sin embargo, en algunos casos el diagnóstico ha sido ofrecido de forma tan adecuada y con tales apoyos adicionales que la familia ha tenido tiempo de aceptar la nueva realidad, reaccionando pronto y positivamente en la rehabilitación y cuidado del hijo.
En otros muchos casos la familia queda desolada, desorientada, perdida.
A petición de algunas de estas familias propusimos estudiar el momento del diagnostico a nuestro Patronato, basando esta necesidad no sólo en nuestra experiencia, sino también y sobre todo, en los datos ofrecidos por el último informe del Imserso, según el cual un 60% de familias con hijos discapacitados, siente falta de información en los primeros momentos y acusa de falta de sensibilidad a los profesionales sanitarios.
Desde el planteamiento inicial acogieron con entusiasmo el proyecto los miembros de nuestro Patronato muy especialmente el Dr Casado y el Dr Carpintero, a quienes agradecemos tanto sus indicaciones para la constitución del Grupo de Expertos como sus propias aportaciones en esta publicación.
Queremos agradecer también y muy especialmente a los demás profesionales que han formado parte del Grupo de Expertos por el tiempo dedicado y las ideas ofrecidas en este trabajo.
Agradecemos la ayuda recibida por la Obra Social de Caja Madrid así como la comprensión y publicación de este proyecto por parte del Subdirector de Atención al Ciudadano del Ministerio de Sanidad y Consumo.
También agradecemos y mucho a nuestros voluntarios el entusiasmo, esfuerzo y rigor aportados al trabajo, ellos son el aire en nuestras velas, y las velas mismas.
Finalmente nuestras gracias más cálidas y emotivas a los padres que ante un diagnóstico grave de un hijo, han llorado pero no se han rendido. A ellos de todo corazón dedicamos este proyecto.
Fundación Belén
Ante el momento del diagnóstico grave
Dr. Enrique Casado de Frías
Catedrático Emérito de Pediatría de la Universidad Complutense
Miembro de la Real Academia de Medicina
La medicina ha progresado mucho en el curso de los últimos años. Y ello le ha permitido afinar enormemente un diagnóstico. No sólo en cuanto a su precisión en un instante concreto, sino también, y ello es importante y a menudo problemático, en tanto que puede establecerse a veces con mucha anticipación. Como es natural, esto último puede generar sorpresas, que por inesperadas, resultan particularmente traumáticas.
En realidad, dos son las posibilidades terribles desde el punto de vista del diagnóstico. Que el niño vaya a morir «que se halle en grave riesgo de muerte», o que el niño haya desarrollado o vaya a desarrollar una enfermedad determinante de una discapacidad más o menos severa.
No hará falta subrayar lo terrible que siempre fue para unos padres recibir el dictamen médico de que su hijo se halla en grave riesgo de muerte, o peor aún, que irremediablemente va a morir. Pero si siempre fue tremendo el golpe para aquellos, posiblemente lo es mas en los momentos actuales. La razón es que han variado extraordinariamente las condiciones socio-sanitarias de nuestros días y en consecuencia, las suposiciones, los planteamientos y las expectativas de las gentes.
No hace 100 años en España, y en los restantes países del mundo occidental se comportaban de modo relativamente similar, la mortalidad infantil era muy alta: del orden del 100 por mil, esto es que por cada 1000 niños que nacían vivos, cien de entre ellos se morían a lo largo del primer año de vida. Añádese a esto la restante mortalidad a lo largo de la infancia, y se tendrá una idea de lo problemático que resultaba sobrevivir por entonces. Las gentes eran conscientes de esta realidad, y, hasta cierto punto, aceptaban como un hecho que había que asumir así, que muchos niños fallecían. Fallecían en el transcurso de sus años infantiles. Las cosas han cambiado radicalmente a lo largo del siglo pasado. De las tasas arriba referidas se ha pasado a cifras de hoy, de alrededor de un 6 por mil.
Con la mentalidad de antaño parecería inverosímil. Pero así es. Y de esto también es consciente el ciudadano de hoy. En la actualidad, cuando unos padres tienen un hijo, ya no se les pasa por la cabeza la idea de perderlo. Atrás quedaron toda una serie de temores o de prejuicios: «el hijo no le pertenece a la madre hasta que ha pasado la viruela», u otra tal o cual enfermedad inevitable entonces, podríamos añadir.
Hoy en día, insisto, cualquier persona que tiene un hijo en España, cualquiera que sea su nivel cultural, da por seguro que su hijo va sobrevivir, y por ello si un infortunado diagnóstico pone de relieve que posiblemente, o certeramente, aquellas expectativas no se van a cumplir, el drama adquiere una mayor proporción de la que tuviera antaño. Al dolor de siempre, se añade la sorpresa de lo inesperado. Además, hoy está de por medio la Ciencia, casi deificada, que lo puede todo, o eso cree mucha gente, lo que no es verdad.
Para complementar y comprender la importancia de un diagnóstico de muerte inminente o a breve plazo, es necesario añadir otro elemento de reflexión. Es el de la cortedad de las familias españolas actuales.
España goza hoy en día, del triste privilegio de ser el país con más baja natalidad en el mundo entero. Son infinidad las parejas que se plantean como esquema familiar deseable, el tener un solo hijo, o como mucho, dos. No hace falta de disponer de mucha imaginación para darse cuenta de la magnitud del drama cuando el trípode familiar pierde uno de sus integrantes o soportes.
Alguna consideración merece también hacerse a propósito del segundo tipo de diagnóstico antes mencionado. El niño va a sufrir una enfermedad discapacitante para la cual no existe solución, o las soluciones son únicamente parciales.
Igualmente aquí, las frustraciones son particularmente grandes en nuestros días, y en buena manera determinadas por lo anteriormente referido. Porque los niños hoy por hoy se logran en una inmensa mayoría. Como implícitamente ha quedado reflejado, en los siglos pasados a los padres les afligía el problema de la supervivencia de sus niños.
A los padres de hoy, tal cuestión ni siquiera se la plantean. Lo que les preocupa es que sus hijos sean triunfadores en el futuro, y a conseguir estos propósitos se afanan en mil empeños que favorezcan o propicien las mejores expectativas. Los padres quieren que sus hijos sean los mas altos, los más guapos, los mejor preparados, los más capaces y los instruyen en todo lo habido y por haber, y en todo en cuanto pueden: música, ballet, idiomas, tenis, ski, defensa personal, etc. Ante estos planteamientos, que son comunes entre nuestros conciudadanos del siglo XXI, se comprende el drama que surge cuando una enfermedad, genética o adquirida, y generadora de cualquier discapacidad y quien sabe si de muerte también a largo plazo, incide de modo terrorífico en el ámbito familiar, y es conocida o afirmada a través de un diagnóstico médico.
Las consecuencias de tales enfermedades pueden ser tremendas, tanto, que a la hora de formular un diagnóstico de tal naturaleza, deberían ser siempre temidas y sopesadas: son frecuentes los casos de desestructuración y ruptura familiar, las depresiones reactivas de los padres, las crisis de culpabilidad o autoculpabilidad, la frustración vital que aparece ante aquellos, sus temores, a veces fundados, de que el problema se reproduzca en un nuevo hijo que pudieran tener, etc. , sin olvidar que en ocasiones llega a producir hasta un abandono, mas o menos importante del niño que suscitó aquel diagnóstico.
Creo que no será preciso insistir en que el momento culminante del drama es, precisamente, cuando por vez primera se establece un diagnóstico de alto riesgo. Es entonces cuando el médico tiene que ser particularmente cuidadoso. Y no sería deseable que, por no plantearse las mil cuestiones que implícitas en tal diagnóstico, dejara todo poco menos que a la improvisación. Es penoso que estos temas hayan sido tan pocas veces analizados en los currículos pediátricos. Por eso parece muy oportuno que un grupo de ilustres expertos, que conviven a diario con estos problemas, expresen sus experiencias, sus inquietudes y sus maneras de afrontarlos, en aras de proporcionar la mayor ayuda, no sólo científico-médica, sino también humanística, serviría decir, simplemente médica también, a las muchas familias que la van a necesitar.
Dr. Enrique Casado de Frías
Diagnóstico genético prenatal
Dra.Susana Lautre
Laboratorio de Genética
Hospital Clínico San Carlos
Desde comienzos de los noventa la aplicación de las técnicas de diagnostico genético prenatal, se ha popularizado en le ámbito de la sanidad pública, y a partir de mediados de la década con la identificación de algunos de los genes responsables de ciertas enfermedades hereditarias, es posible mediante técnicas de biología molecular el diagnóstico de un número cada vez mayor de las mismas. a ello han contribuido diferentes factores entre los que destacaremos:
- Un mayor nivel desinformación de la sociedad en general, al que contribuyen poderosamente los medios de difusión, con una amplia cobertura de nuevos hechos científicos, como fue la secuenciacíón del genoma y humano en febrero del año 2001.
- La aplicación de las nuevas tecnologías en medicina, y la mejora de las mismas, que permite en el caso de la ecografía, aparatos de alta resolución, como los actuales.
- La cada vez mayor preparación de los profesionales de la sanidad, lo que conlleva un mayor conocimiento de los distintos problemas que afectan a la salud, y la posibilidad de efectuar diagnósticos de certeza de forma precoz.
- La existencia de leyes que en el caso que nos ocupa, permiten interrumpir el embarazo, en el supuesto de que el feto presente graves malformaciones, que impidan el correcto desarrollo tanto físico como psíquico del recién nacido, y que él diagnóstico se lleve acabo antes de la 22 semana de gestación.
Si a los anteriores factores unimos los denominados factores socioeconómicos, como
- la incorporación de la mujer al mundo laboral
- el aumento del nivel de vida
- la posibilidad de nuevos emparejamientos
- la planificación de la gestación
Nos encontraremos con que a la hora de tener hijos los futuros padres demandan el máximo de información y de atención medica durante la gestación, con el fin de que se den las condiciones óptimas en el momento del nacimiento de su futuro hijo.
En los protocolos existentes en nuestra área, referimos a la existencia del embarazo, ya en la primera consulta.
El obstetra, además de reseñar los datos personales de la embarazada, tiene en cuenta especialmente, la edad de la misma y sus antecedentes personales y familiares, que puedan constituir riesgos en su embarazo, remitiendo a la paciente si lo considera necesario a la consulta de diagnostico genético prenatal. Antes de detallar las características de este tipo, de consulta seria conveniente revisar conceptos habitualmente confusos para las pacientes, en la practica diaria: Es necesario establecer una clara diferencia entre malformación aislada y síndrome malformativo. Una malformación aislada es toda aquella alteración de la estructura de un órgano que afecta a todo o parte del mismo, mientras que un síndrome malformativo en un conjunto de rasgos que se presentan de forma conjunta, afectando morfológica y funcionalmente a diferentes órganos y o sistemas.
Ambos conceptos tienen en común que son congénitos, es decir se presentan al nacer, pero difieren en las causas. Las malformaciones aisladas pueden deberse a distintos factores, entre ellos, a veces, genéticos los síndromes polimalformativos sin embargo suelen deberse en muchas ocasiones a alteraciones cromosómicas conocidas, que pueden ser diagnosticadas prenatalmente. Las malformaciones aisladas pueden corregirse quirúrgicamente, planificándose en ocasiones la intervención e informando a los padres de las posibilidades de la misma, aun antes del parto. Los síndromes malformativos causados por alteración de los cromosomas, al deberse a una determinada constitución, solo tienen tratamientos sintomáticos y parciales. Es importante pues, ante cualquier alteración fetal, diagnosticada ecográficamente, comprobar si existen causas cromosómicas subyacentes.
Las pacientes que acuden a nuestra consulta, las podemos dividir en dos grandes grupos: Pacientes que en su historia familiar presentan antecedentes que les preocupan, o que tienen conocimiento de la existencia en sus familias de enfermedades hereditarias pacientes que por su edad, por hallazgos ecográficos, o por alteraciones en su analítica, tengan un riesgo elevado de tener un hijo afectado.
En ambos grupos es imprescindible, al recibir a la pareja, la confección de un árbol genealógico que no es otra cosa que anotar el numero de hijos, hermanos, tíos y primos, es decir el mayor número de parientes que se recuerde, su estado de salud y la causa de muerte de los fallecidos. En este interrogatorio a veces nos encontramos con una información no concluyente, bien porque la pareja no tenga relación con sus parientes, bien porque estos residan en otras localidades, o bien porque nos refieren hechos acaecidos hace muchos años y no existe posibilidad alguna de comprobación.
En el primero de estos grupos, en el de las enfermedades hereditarias, la mayoría de las parejas poseen informes médicos, e incluso pruebas diagnosticadas efectuadas en sus familiares afectados, además de un mayor y mejor conocimiento de la enfermedad, lo que permite una colaboración mayor para el necesario diagnóstico, diagnóstico que no siempre se puede llevar a cabo, la mayoría de las veces porque a pesar de los avances en el conocimiento del genoma humano queda mucho todavía por descubrir.
En el segundo de los grupos arriba reseñados, que en la practica diaria es el más abundante, además del árbol genealógico es necesario explicar a los futuros padres el riesgo existente y los métodos para llegar a un diagnostico del mismo, y en el caso que nos ocupa, que posibilidades existen de conseguirlo.
Lógicamente la mayor preocupación de la embarazada acerca del estado de su futuro hijo puede aumentar, hasta llegar a un estado de ansiedad no deseable, por lo que es aconsejable calmarla, explicando de la manera mas clara posible, la repercusión de que su edad, el hallazgo ecográfico habido, o cualquiera que sea el motivo de su angustia, puede tener en el desarrollo del embarazo, y como se pueden conseguir los datos que nos permitan efectuar un diagnostico correcto.
En todo momento es imprescindible que las pacientes se sienta libre de preguntar todo aquello que la preocupa, que nuestra atención se centre en su problema y que al ser conceptos poco conocidos, tengamos la habilidad de ofrecer una explicación concisa adecuada a su nivel de comprensión que le permita conocer los riesgos a los que se enfrenta y las opciones a elegir.
Las pruebas de diagnostico prenatal son todas ellas VOLUNTARIAS, por lo que no es ético influir en las decisiones que la pacienta pueda tomar, y si manifestar una disposición a ayudarlas una vez que las han tomado.
Para poder hacer un diagnostico genético, o citogenético prenatal es imprescindible el tomar una muestra de células fetales. Existen varios procedimientos, que se llevan a cabo a diferentes etapas de la gestación y conlleva distintos riesgos.
- Vellosidad corial. Se lleva a cabo entre la 11 y 13 semana de gestación. Consiste en tomar una pequeña cantidad de tejido llamado corion, que es el que luego dará lugar a la placenta se utiliza preferentemente para llevar a cabo extracción de ADN en los diagnósticos prenatales de enfermedades hereditarias, y en algunos casos de diagnostico de alteraciones cromosómicas. Tiene un riesgo de aborto de un 2,5%.
- Amniocentesis. Es la extracción mediante punción abdominal de líquido amniótico, el cual contiene una pequeña cantidad de células fetales que mediante cultivo, permiten el estudio de los cromosomas del feto. Se lleva a cabo entre la 14 y la 16 semana de gestación y tiene un riesgo de aborto de un 0,8%. Es el método de elección en layaría de los diagnósticos por edad de riesgo, o por hallazgo ecográfico de signos relacionados con las cromosomopatías.
- Cordocentesis. Consiste en la extracción de sangre fetal del cordón umbilical. Se lleva a cabo en la 20 semana, y son siempre es técnicamente posible, ya que depende de la posición del cordón y de su accesibilidad. Se utiliza, cuando la paciente en remitida con una gestación de mas de 19 semanas en la que no da tiempo a cultivar células procedentes de amniocentesis, o bien que el resultado de una amniocentesis previa, dudoso, hace necesario un estudio complementario en otro tipo de células fetales.
Todas estas técnicas están encaminadas a conseguir células fetales que nos permitan realizar un CARIOTIPO, es decir un estudio del numero y morfología de los cromosomas por trisomía (un cromosoma de más) monosomía (un cromosoma de menos) o por alteraciones de forma y posición de los mismos. Todos estos síndromes reciben diferentes nombres y son la causa de malformaciones y retrasos mentales que comprometen seriamente la vida extrauterina.
La mayoría de la población conoce una de ellos, el Síndrome de Down, pero no ocurre lo mismo con otro tipo de cromosomopatias, bien porque los niños están tan afectados, que fallecen a los pocos días de nacer, bien porque sus rasgos no son tan definidos, o bien porque son poco frecuentes.
En cualquiera de los casos a la hora de informar a la pareja, es necesario explicar las características del síndrome, en que va a afectar y cuando al recién nacido y que posibilidades existen de tratamientos sintomáticos, ya que las alteraciones cromosómicas son constitucionales, y es posible hoy en día corregirlas.
Nuestra actitud en la información debe de estar precedidos por el conocimiento de que un diagnostico de cromosomopatía además de la frustración que supone a los futuros padres exige la respuesta a un gran numero de preguntas que estas se hacen.
Una consideración de extrema importancia es eximir de culpabilidad a ambos miembros de la pareja, ya que no es responsabilidad de ninguno de ambos el que se produzca este tipo de alteraciones (hecho excepcional es el de portadores de translocación cromosómica, poco frecuentes) ni se puede evitar porque aunque conozcamos el mecanismo de producción, todavía existen dudas acerca de la causa que las motiva, independientemente de las teorías que lo explican.
Otro dato válido para la información a las padres es tratar de que lo consideren como un «accidente de la reproducción», es decir como un hecho fortuito que no necesariamente debe volver a repetirse en un nuevo embarazo.
La información en todos los casos, debe ser veraz, valorando todos aquellos detalles que sean importantes en la comprensión del problema, dando tiempo a las lógicas manifestaciones de tristeza, que se producen de forma espontanea, siendo siempre una ayuda para la pareja y con un concepto del tiempo como algo necesario para que la asimilación de la noticia de estas características, tenga lugar, y que permita tomar la mejor de las decisiones.
Por ultimo no menos importante, insistir en que es un hecho que no tiene obligatoriamente porque volver a producirse, permitiendo de alguna manera que en un momento tan doloroso, se vislumbre una esperanza, que se concretará la mayoría de las veces, en nuevas consultas, una vez pasados los primeros momentos, transmitiéndoles un sincero deseo de ayuda y apoyo en todo aquello que les pueda servir.
Dra Susana Lautre
El momento del diagnóstico en los niños límite
Dra. Margarita Revenga
Profesora de Psicología
Universidad Complutense de Madrid
Desde el momento de su nacimiento, el niño va desarrollando diversas cualidades que posee por naturaleza y paralelamente, el contacto con el ambiente, le permite ir moldeando su personalidad hasta convertirse en un adulto con un comportamiento y una conducta que reflejan esta compleja y permanente interacción.
Para comprender la esencia del examen psicológico infantil, es preciso comprender a los niños. La evaluación clínica infantil no se plantea como un examen en la acepción habitual de la palabra, sino que consiste fundamentalmente en un intercambio, un diálogo entre dos sujetos: el examinador y el examinando.
Por otro lado, la razón que induce a solicitar un examen psicológico, centra dicho examen; es decir, orienta la investigación con el fin de tratar, desde diferentes puntos de vista, el problema planteado, con la pretensión de analizar la psicología del sujeto en función de dicho problema y, de este modo, poder esclarecerlo y comprenderlo. El objetivo perseguido consiste en considerar si el niño examinado puede inscribirse en la media del grupo social al que pertenece, según su edad, o si está por debajo o por encima de esa media considerada normal. En ocasiones debemos averiguar la razón por la que un niño no obtiene resultados satisfactorios en la escuela o por qué razón un niño muestra dificultades de adaptación, sin olvidar la utilidad de la valoración cuando el problema se centra en la elección de una determinada actividad o profesión.
Con el fin de lograr estos u otros objetivos diferentes, el diagnóstico psicológico se plantea teniendo en cuenta una serie de procesos indispensables, tales como: La entrevista, en este caso, inicialmente a los padres; posteriormente, al niño; Es el método más usual para la recopilación de datos. El cuestionario, en el que se plantean una serie de preguntas que hacen alusión a aspectos específicos; supone una mayor objetividad. La observación, este método viene desempeñando un papel esencial en el diagnóstico psicológico. La evaluación propiamente dicha, entendiendo por tal la categorización de las secuencias de conducta o de los procesos y estados psíquicos que de ellas se derivan, a través de tests o pruebas psicométricas debidamente baremadas y estandarizadas.
La primera condición de un buen examen psicológico es, por tanto, delimitar y precisar el punto de partida, el tipo de inadaptación que motiva la consulta, precisando de la manera más exacta posible dicha cuestión a partir de interrogantes como: ?En qué consiste el trastorno? ?Qué grado alcanza?, ?Afecta a todas las esferas de la vida del niño o se limita a algún aspecto determinado? ?Cómo se ha iniciado? ?En qué circunstancias de tiempo y lugar? ?Hubo alguna relación entre este comienzo y algún acontecimiento particular de la vida del niño? ?Cuáles son las perturbaciones asociadas al trastorno principal? ?Cuál es la reacción del niño frente a este trastorno? ?Cuál es la reacción de sus padres?
En ocasiones, el análisis de estos planteamientos lleva al psicólogo a perfilar el camino exacto a seguir para poder emitir un diagnóstico exacto. Sin embargo, hay circunstancias que dificultan todo este proceso, como: El grado de objetividad de los trastornos, desde el punto de vista de los padres. La actitud de los padres frente al problema; en ocasiones su falta de aceptación del trastorno conduce a distorsionar la esencia del mismo. El grado de ansiedad con que se enfrentan a la evaluación de su hijo, que les lleva a eludir las características del trastorno, aportando un tinte dramático a la descripción de las características de su hijo.
En virtud de estas y otras posibles deformaciones, debemos ser muy prudentes a la hora de evaluar a un niño; no podemos olvidar que nos enfrentamos a una persona en el sentido más estricto del término.
Características de los niños límite
Cuando un niño no rinde en la misma medida que otros niños de su misma edad, el psicólogo se enfrenta a un problema que consiste fundamentalmente en determinar si el retraso o la dificultad se debe o no a una deficiencia de tipo intelectual.
El concepto niño límite se ha venido utilizando para referirse a un tipo de disfunción caracterizada, entre otros aspectos por una ligera limitación intelectual que, en términos cuantitativos hace alusión a la franja considerada entre 70-90 en términos de Cociente Intelectual (CI).
A comienzos de los años sesenta, la Asociación Americana para el estudio del Retraso Mental (AAMR) modifica el concepto de retraso mental. Se introduce el criterio doble de ejecución deficitaria en cuanto al funcionamiento intelectual así como en adaptación social. Posteriormente, en 1973, se modifica algún aspecto de la definición, con la finalidad de hacerla más exacta, quedando eliminada de la clasificación la categoría de límite. Es decir, el niño límite no se encuentra incluido en la clasificación de retraso mental pero, tampoco se encuentra clasificado dentro de lo que se considera normalidad.
Estos cambios surgen ante la evidencia de que la utilización exclusiva de las puntuaciones de CI no predice adecuadamente un funcionamiento intelectual en la edad adulta y además está ampliamente demostrado que determinadas intervenciones específicas y una estimulación adecuada pueden facilitar el desarrollo y potenciar las habilidades de sujetos con bajas puntuaciones de CI hasta lograr grados de ejecución bastante acordes con su edad cronológica. Atrás quedan las concepciones estáticas del cociente intelectual. En la actualidad se atiende más a las estrategias de razonamiento y a la forma de utilizarlas en la resolución de problemas que a la «puntuación» de CI. que pueda sumar una persona a partir de la ejecución de unas pruebas psicológicas específicas.
Se acepte o no el término de «límite», es evidente que estos niños viven y necesitan una atención especial ya que su desarrollo va inexorablemente ligado a aspectos que, por sí mismos delimitan y condicionan el trastorno: una ligera limitación intelectual, ciertas dificultades de aprendizaje e inmadurez generalizada.
Si consideramos la inteligencia (el CI) como un factor determinante en la clasificación de los niños límite, debemos partir de un interrogante que, durante siglos ha venido preocupando a filósofos, médicos y psicólogos, ?qué se entiende por inteligencia? Si observamos la inteligencia desde la perspectiva de la evolución, podemos admitir que consiste en una serie de habilidades mentales que potencian la capacidad de funcionar eficazmente con nuestro entorno. Los teóricos de la inteligencia han propuesto tantas teorías como puntos de vista, en la búsqueda de una definición única que englobe sus múltiples facetas: inteligencia como capacidad de adaptación, como capacidad de entender y razonar, como capacidad de aprender, de resolver problemas… etc. Las teorías actuales incluyen factores sociales, educacionales y situacionales subrayando que la inteligencia deriva de los procesos utilizados para representar y manipular la información. Cada vez se desconfía más una clasificación estricta referida exclusivamente al CI. Sin embargo, no podemos evitar la cuantificación numérica puesto que, en cierto modo, facilita situar a los niños de acuerdo con su potencial y, en el caso de los niños límite, establecer ese criterio se utiliza para ubicarlos entre dos poblaciones: por debajo de la franja límite se considera incluida la población «especial» y por encima se ubica a la población «normal» en mayor o menor grado y por encima de los 130 CI nos referiríamos a niños con altas capacidades o superdotados.
Las dificultades de aprendizaje comienzan a ser objeto de estudio en el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX se realizan estudios e investigaciones centrados en aspectos deficitarios del área del lenguaje oral y escrito, así como del desarrollo perceptivo, motor y emocional. A partir de la segunda mitad del siglo XX se configura el término trastornos específicos del aprendizaje, si bien es cierto que dicho término se reserva especialmente para aquellos niños con capacidad intelectual normal, que manifiestan limitaciones específicas centradas en el ámbito del aprendizaje. La definición propuesta por S. Kirk (1963) quedó recogida en la Ley General 94-142 Education for All Handicapped Children Act de 1975:»… por trastorno específico de aprendizaje se entiende un trastorno en uno o más de los procesos psicológicos básicos implicados en la comprensión o el uso del lenguaje, sea oral o escrito, que puede manifestarse como una capacidad imperfecta para escuchar, pensar, hablar, leer, escribir con corrección o hacer cálculos matemáticos.» En dicho término se incluyen afecciones tales como discapacidad perceptiva, lesión cerebral, disfunción cerebral mínima, etc. Esta definición de carácter conceptual, no está exenta de imprecisiones al no considerar específicamente los procedimientos de evaluación que se han de utilizar. La cuestión nos remite a las dificultades que manifiesta el niño límite en lo que se refiere a su capacidad para el aprendizaje. En la definición mencionada no se contempla específicamente a estos niños, si bien las dificultades que muestran al aprender, se ajustan parcialmente a las anteriormente descritas.
El niño límite aprende con dificultad y, lo que es más importante, necesita un tiempo mayor que los otros niños de su edad que se encuentran en circunstancias normales. Necesitan un ritmo más lento para aprender pero, desde luego, aprende. Sus dificultades se centran fundamentalmente en los procesos de aprendizaje, especialmente en la comprobación de hipótesis y en la formación de conceptos, así como en una capacidad limitada para procesar información, de modo que no puede manejar con rapidez, simultáneamente una gran cantidad de información.
Asimismo, suelen presentar déficits de atención, ya que son excesivamente sensibles a toda la gama de estímulos ambientales ajenos a la tarea, y problemas perceptuales relacionados con pequeñas disfunciones cerebrales o problemas de coordinación motora. Debemos subrayar asimismo, que estos niños presentan déficits en la memoria de trabajo a corto plazo, que correlacionan con dificultades en la lectura y en el cálculo aritmético, así como estrategias cognitivas insuficientes o mal utilizadas, que no ayudan a la memorización o a la elaboración de la información.
En la inmadurez generalizada, los estudios ontogenéticos muestran que la organización morfofisiológica permite un tipo de comportamiento en la línea de desarrollo que podemos denominar madurativa. Algunos autores opinan que el desarrollo del comportamiento es, fundamentalmente, resultado de la sucesiva maduración del sistema nervioso. En las diversas etapas del desarrollo, el comportamiento está sometido a pautas y secuencias que van configurando progresivamente una adaptación al entorno. Existe un orden de sucesión constante en las primeras etapas del desarrollo. La maduración y el medio que rodea al niño constituyen aspectos inseparables. Sin embargo, cada niño posee un patrón de desarrollo específico, un ritmo adecuado a sus características personales y, en el caso de los niños límite, su ritmo de maduración es más lento de lo que se considera habitual o normal. Hay evolución, pero no se ajusta a los patrones considerados adecuados según su edad cronológica
Este puede ser uno de los síntomas precoces para poder llevar a cabo el proceso de identificación, si bien, dicho ritmo no depende solamente de su capacidad intelectual; influyen asimismo factores afectivos, emocionales, sociales, nutricionales, etc. Y, por otro lado, el que un niño madure más lentamente de lo habitual en absoluto nos puede llevar a deducir que nos encontramos ante un niño límite.
Posibles reacciones de los padres
Aportar una información difícil de aceptar es una de las responsabilidades más comprometidas para un profesional, y ayudar a las familias a comprender y a aceptar el diagnóstico constituye el momento más delicado de todo el proceso de evaluación.
La mayoría de los padres esperan que sus hijos sean atractivos, inteligentes y tengan éxito social *triunfadores*; por tanto, el enfrentarse a una situación en la que deben admitir que su hijo no responde exactamente a las expectativas que se habían planteado requiere un proceso de ajuste y aceptación en el que se suceden reacciones y actitudes psicológicas muy diversas.
El diagnóstico constituye un largo proceso a través del cual intentamos descubrir las causas que subyacen a los síntomas o conductas específicas que presenta el niño en particular. La explicación es uno de sus objetivos, así como el pronóstico o la búsqueda de medidas adecuadas.
Las familias varían en cuanto a su capacidad de ajustarse, y en la forma de aceptación del diagnóstico influyen factores variables tales como la forma de aportar el diagnóstico; la interacción de los padres; las propias creencias y estrategias de afrontamiento; las variables relacionadas con el nivel sociocultural y el apoyo social a los que pueden tener acceso.
Un aspecto que influye decisivamente en la aceptación o el rechazo de un diagnóstico de «niño límite», y que no depende de la actitud de los padres, es la forma en que un profesional debe comunicar sus resultados. Sucede a menudo que los padres comentan, realmente apesadumbrados, de qué forma se enteraron del diagnóstico de su hijo. Convendría pues, prestar especial atención a esta situación ya que de ella depende en gran medida la aceptación del problema por parte de los padres. Algunas sugerencias a tener en cuenta podrían ser las siguientes:
- Emplear fórmulas que impliquen cortesía y un cierto grado de cordialidad, con comentarios apropiados que les hagan sentirse personas, no simples números o historiales.
- Aportar información, lo más completa posible, con el fin de que los padres comprendan en profundidad el problema que presenta su hijo.
- Mantener siempre el control de la entrevista, mostrándonos comprensivos y atentos.
- Orientar y tranquilizar. Algunas preocupaciones deberán ser despejadas en la medida en que se mencionen, pudiendo recurrir a las características propias del proceso evolutivo.
- Favorecer la posibilidad de que los padres formulen preguntas, así como planificar futuras consultas y un seguimiento continuado en el futuro.
- Potenciar y subrayar cuantos aspectos positivos manifieste el niño, apoyándonos en los resultados obtenidos a partir de la valoración.
- Recordar que el niño está sometido a un proceso evolutivo en el cual el tiempo actúa como factor favorable, siempre y cuando establezcamos medidas oportunas.
- Comprobar si nuestra información ha sido bien comprendida por parte de los padres.
- Aportar la información en un ambiente privado, al que no tenga acceso ninguna persona ajena a la familia.
- Plantear orientaciones concretas en una intervención suficientemente ordenada y detallada.
En este proceso tan complejo y delicado no podemos ignorar la presencia de determinadas actitudes y comportamientos por parte de los padres que requerirán asimismo nuestra atención:
- Algunos padres no se sienten capaces de asumir este tipo de responsabilidad; en ese caso la desplazan sobre el profesional que se ocupa del caso.
- Desconcierto, incertidumbre, incredulidad, que les lleva a poner en duda el nivel de competencia del profesional y buscan otras alternativas que se ajusten mejor a sus deseos y expectativas.
- Reacciones emocionales ligadas a un sentimiento de tristeza con posibles matices de culpabilidad.
- Ansiedad y temor respecto al futuro de su hijo.
- Actitudes de sobreprotección o, en caso contrario de hiperexigencia con la intención de que se iguale, en todos los aspectos, a sus hermanos.
Orientaciones a tener en cuenta ante un niño límite
- Resulta fundamental la identificación precoz, si bien, el concepto de niño límite se encuentra parcialmente vinculado a los inicios o al desarrollo de la escolaridad.
- Los niños límite requieren más tiempo del que se considera habitual para aprender; su ritmo es más lento si bien eso no significa que no puedan aprender.
- Necesitan un cierto grado de enseñanza individualizada. Debe proporcionarse al niño un nivel mínimo fijo de rendimiento y facilitarle la instrucción y práctica necesaria para que adquiera dicho nivel.
- El entrenamiento requiere la generalización a otras tareas o actividades, una vez haya adquirido técnicas de ejecución específicas.
- La ayuda debe orientarse a la corrección de todas sus limitaciones, en lugar de centrarse exclusivamente en alguna de ellas.
- Los incentivos pueden resultar útiles siempre y cuando los vinculemos a objetivos específicos.
- Se trata de evitar, por todos los medios, conductas de sobreprotección. Es importante que sepan apreciar y valorar sus logros.
- Es importante que asuman responsabilidades, por pequeñas que sean con el fin de potenciar su maduración.
- Conviene facilitarle un apoyo pedagógico con el fin de evitar que el desnivel que presenta con respecto a los niños de su edad se vaya haciendo progresivamente más marcado.
- El concepto de límite excluye la noción de incapacidad. Son personas perfectamente capacitadas para desarrollar determinados trabajos. Como anotábamos al comienzo, es un concepto muy vinculado al rendimiento escolar, si bien la transformación que ha experimentado la noción de inteligencia favorece la evolución de estos niños en la medida en que debemos atender a sus capacidades reales más que a sus limitaciones.
Margarita Revenga
Dra. en Psicología
Diagnóstico en oncología pediátrica
Dra. Cristina Scaglione
Sección de Oncología
Hospital Niño Jesús
Madrid
No es casualidad que dos apotegmas, el del cristianismo y el del marxismo, pese a lo contrapuesto de ambos mensajes (el evangelio y el marxista) hayan coincidido en exaltar la verdad. «La verdad os hará libres» / «la verdad siempre es revolucionaria».
Sea cual fuere el camino por el que nos acerquemos a un problema, el respeto por la verdad siempre será un arma útil en lo científico, por supuesto, pero también en lo humano, sobre todo aquello que abarca el mundo de los enfermos y sus familiares.
Los médicos que hayan trabajado en «las dos orillas», en la medicina anglosajona, principalmente la estadounidense y en la europea, especialmente la latina, habrán comprobado los distintos baremos sobre la utilización de la verdad en los diagnósticos clínicos. Como un telón de fondo aparece siempre la religión de referencia. El protestantismo, en sus múltiples variantes, induce a sus fieles a un alto respeto por la verdad; porque ésta es intrínsecamente deseable y además suprime la confesión. Así la relación con Dios es directa, sin intermediarios y así cuando no decimos la verdad, mentimos a Dios. El catolicismo en cambio, es mucho más laxo respecto a la mentira y a la postre, es un pecado que no se considera grave y que puede confesarse y absolverse cuantas veces sea preciso. De ahí que «la mentira piadosa» tenga tanto predicamento entre los católicos y ninguno entre los evangélicos.
Otros factores que confluyen en la práctica médica en los Estados Unidos son la franqueza explícita en los diagnósticos, indicando porcentajes y probabilidades de la enfermedad afectada y por supuesto, la necesidad profesional de blindarse ante posibles reclamaciones por mala práctica. El respeto por la verdad es la regla del diagnóstico.
Los inconvenientes son imaginables y hacen estragos: desahucio de pacientes que no han sido preparados psicológicamente, la mera mención de una enfermedad de nombre ominoso como «cáncer», la reacción de pacientes, tantas veces desinformados, etc.
Cuentan pacientes españoles que consultan en clínicas americanas, las crisis de ansiedad que han llegado a sufrir al ser informados de todo lo que se les había ocultado en su país de origen: la palabra cáncer como sinónimo de muerte.
En Norteamérica la población media parece estar más preparada para aceptar un cáncer como una enfermedad grave y de alto riesgo, pero mayoritariamente controlable en sus estadios iniciales y básicamente tratable con cirugía, químio y/o radioterapia. A la población se le informa de los resultados alentadores que se obtienen pero quizás no demasiado a través de campañas de sanidad pública, los medios de comunicación, etc. que no hay enfermedades sino enfermos, máxima del Dr.Gregorio Marañón.
Por otra parte, surgen como contrapartida a tanta verdad, diferentes asociaciones de padres, familiares, enfermos afectados de alguna de estas patologías que ayudan al entorno próximo de los enfermos y a sus familias, brindando además conocimientos monográficos de su afección. En España, han surgido en los últimos años asociaciones de padres de niños con cáncer, por ejemplo ASION en Madrid, que están federados y ayudan bidireccionalmente, por un lado brindando apoyo al niño enfermo, con paseos, diversiones… y a sus padres, con alojamientos en casas cercanas a los centros de atención hospitalaria, así como ayudas económicas, psicológicas, en fin todo un intento de colaborar con el paciente y su familia, que percibimos como muy cálido y acogedor.
También con ese propósito surgen fundaciones como aquella de «los pequeños deseos» que brindan al niño enfermo la posibilidad de concretar un sueño o conocer a alguien que consideran su ídolo, en estos tiempos, generalmente futbolístico.
Brindan su ayuda también en el ocio, fundaciones internacionales como la de Barrestown Gang Camp, presidida por el actor Paul Newman, en Irlanda, que ofrece a los niños la oportunidad de viajar a otro país en un entorno idílico.
Se sabe y se transmite que contra el cáncer, se debe luchar día a día. En España se ha avanzado mucho al respecto, pero aún permanece en ciertos sectores temor al término «cáncer» como una palabra tabú, incluso para las clases medio altas e ilustradas, hasta el punto que una vez conseguida su curación, muchas familias suelen ocultar que uno de sus miembros haya padecido cáncer.
Asociaciones como la Asociación Contra el Cáncer, tienen campañas magníficas sobre prevención, epidemiología y ayuda psicológica a los pacientes oncológicos. Incluso en grandes ciudades dispone de residencias gratuitas para niños y adultos con traslados hacia los diferentes centros de asistencia.
Así las cosas, y tomando este grupo de enfermedades como pretexto argumental, el diagnóstico ha de ser un trinomio de «información-verdad-esperanza». Se debe ofrecer toda la información científica al paciente si tiene edad para comprender lo que está sucediendo y a sus familiares directos, lo que obliga muchas veces al médico a hacer un esfuerzo explicativo y sobre todo a emplear mucho tiempo en esta fase de la enfermedad. Sostener la verdad de su diagnóstico sin rehuir su posible carácter mortal, pero añadiendo los pasos que se deben dar para intentar evitarlo. Verdad y esperanza: el reconocimiento que ningún médico ha tenido nunca tanta ciencia como para desahuciar a un paciente sin el menor género de dudas. Puede quedar hasta solemnemente en ridículo y es cinematográfica esa estampa tan literaria del galeno dando tres meses de vida a su enfermo desolado. Eso sirve para la dramaturgia; pero la deontología médica y el alma del juramento hipocrático exigen del médico otra cosa: informar de que puede producirse la muerte, pero que esta llegará o no, en un plazo u otro indeterminados, según los factores del tratamiento y los estadios de la enfermedad; así como la propia simbiosis enfermedad-enfermo. Como reza el dicho «nadie se muere cinco minutos antes ni cinco minutos después». Y el médico mas que nunca en enfermedades mortales o en estado terminal, ha de cuidarse mucho de no jugar a ser un dios menor y ha de revestirse de toda la humildad posible.
La «mentira piadosa» no deja de ser mentira y por ello abominable. Al paciente se le podrá informar de su dolencia con las mejores palabras, buena información adicional, asistencia psicológica, pero no decirle la verdad supone la mayor falta de respeto que podemos tener hacia él, tratándole como un irresponsable, un orate, o en suma una persona incapaz de conocer sobre sus propios asuntos y su estado de salud. E insistimos, esa verdad ha de ir acompañada por la información adecuada, el mejor conocimiento y la esperanza.
Los diagnósticos en los niños han de ser comunicados a su representante legal, padre y madre, aunque se encuentren separados. No es raro que un cónyuge no quiera transmitirle al otro un diagnóstico para evitarle sufrimientos, haciéndose luego inexplicable para él, la muerte de su hijo. Si el representante legal ha de llevarse el diagnóstico en su propia mano sin ocultamientos ni falsedades, los padres del niño o sus abuelos (según las contingencias de cada caso), o quienes ambas partes han decidido, deben saber claramente cual es la fase de la enfermedad del paciente, cual es su tratamiento, cual su pronóstico, sus expectativas razonadas y nunca definitivas ni inmutables.
La comunicación en este diagnóstico no sólo ha de hacerse porque nuestra deontología o religión o respeto por la ciencia nos obligan siempre a decir la verdad, sino porque ese conocimiento es esencial para que el niño y/o su familia tomen las disposiciones adecuadas, de toda índole, para un tratamiento y seguimiento complicado y prolongado que habrá de modificar parte de sus vidas desde este momento. Cuantas veces los oncólogos nos hemos visto solidarios con el mito de Sísifo y su suplicio, subiendo permanentemente una gran roca a la cima de una montaña. Al izamiento de esa roca se suman de obligado sus familias, que han de empeñar su paciencia, en vivir día a día la curación de sus hijos: por ello es preciso incardinarlos, y ello no es posible si no se les ha participado adecuadamente del diagnóstico.
A fuer de trabajar con estos enfermos, a los oncólogos y especialmente a los oncólogos pediatras, nunca se nos puede olvidar que el cáncer en los niños no es una enfermedad frecuente, y hasta se podría decir que es excepcional. Así en su mundo cotidiano, la calvicie que nos muestran como complicación más frecuente, choca especialmente a aquellos que no están acostumbrados. Los cabezas rapadas de la ultraderecha no pertenecen a la imaginería popular, pero todos sabemos lo que han supuesto para los niños los héroes del fútbol: una actitud positiva ante esta grave enfermedad y sobre todo a su tratamiento. Por ello el niño, de acuerdo a su edad, siempre ha de ser informado de todo lo que le ocurre y lo que le va a ocurrir, no quizá como un adulto, pero sí extensa y profundamente para que pueda entender y poner de su parte todo lo necesario para ayudarse a sí mismo, a sus padres y sobre todo a la lucha contra la enfermedad, de la que por supuesto, él es el principal protagonista.
Lo que se conoce por literatura infantil es en realidad una concepción de la vida de los adultos, desde las Alicias de Lewis Carroll a la Isla del tesoro de Stevenson. Peter Pan fue escrito desde el desencuentro con los padres. Todos los relatos infantiles, especialmente los centroeuropeos clásicos, empezando por Blancanieves, son un trasunto de tratados psicológicos y hasta alguno de ellos llegan a ser considerado tratados psiquiátricos. Ello añadido a que el niño oncológico (o simplemente enfermo) madura psicológica y socialmente con gran rapidez, a través del dolor, demostrando a través de su experiencia personal gran perspicacia sobre lo que les sucede, todos lo procedimientos que se le practican, nos inclina a explicárselo con las palabras adecuadas y comprensibles y nos sirve para que estos pequeños intenten comprender su enfermedad. Tienen todo el derecho a saber, si han desarrollado la edad de la comprensión lo que les pasa.
A un niño de seis o siete años se le diagnóstica unas anginas sin necesidad de gastar demasiado tiempo en explicarle su enfermedad y su terapia. Como mucho contarles el sabor del jarabe que le prescribimos. Pero a un niño con cáncer siempre debemos explicarle lo que le sucede. Deben comprender que su tratamiento es algo prolongado y tienen derecho a que se les explique cual es su situación y sobre todo transmitirles las posibilidades de lograr su curación con su ayuda.
Diagnóstico, viene del griego «conocimiento» y en su tercera acepción castellana (la médica), se entiende como el arte o el acto de reconocer una enfermedad. Sin duda es un arte. Poco científico, como cotidianamente estamos advirtiendo, pero es el médico quien ha de desempeñar el papel de traductor de los complejos términos y transmitirlos en un lenguaje cotidiano, intentando no ser brujos ni hechiceros, sino hacer llegar a los niños ilusión y esperanza. Nunca podemos ser el heraldo de la muerte, un papel que jamas podrá corresponder a un oncólogo y pediatra, por cuanto la ciencia no es nunca exacta y nada puede saberse al ciento por ciento.
Nunca dejaremos de insistir lo suficiente en que la actitud positiva hacia nuestros pacientes y a sus familias, dependerá del arte en saber transmitir esperanza al diagnóstico y conocemos que esto influye en las expectativas del proceso terapéutico.
Diariamente se comprueba, aunque no sea una respuesta inmediata. Pero estamos absolutamente convencidos de ello y en lo que ya no cabe duda alguna, es que la transmisión de esa actitud positiva induce a su entorno en el momento del diagnóstico a mejorar la calidad de vida y la comunicación que establecemos, ayudará a nuestros pacientes y a su familia y quizá a nosotros mismos. Eso es innegable y la practica diaria frente a estas situaciones nos lo corrobora.
Dra Cristina Scaglione
Comunicación de un diagnóstico pediátrico grave
Dr. Ramón Bayés
Catedrático de Psicología
Universitat Autònoma de Barcelona
El diagnóstico: una situación difícil
Cada mes, centenares de niños españoles son diagnosticados de cáncer o de otra enfermedad grave. Es importante que el médico que debe comunicar estos diagnósticos, en primer lugar a los padres, sea consciente de que la forma en que efectúe dicha comunicación puede suponer:
- Un mayor o menor impacto emocional en las personas efectivamente implicadas.
- Una mayor o menor colaboración y adhesión terapéutica por parte de dichas personas
- Que se originen cambios en sus conductas de salud (nutrición, sueño, ingesta de alcohol, tabaco u otras drogas, interacciones con otras personas, ets) e incluso, en algunos casos, que aparezcan trastornos de tipo psicosomático.
Comunicar un diagnóstico no equivale simplemente a traspasar información del médico a los padres y al niño afectado. Comunicar no es sólo informar; comunicar es un proceso interactivo entre el médico y este último. Directa o indirectamente, de manera inmediata o demorada, la forma y las pautas con que se facilita un diagnóstico y se sigue un tratamiento tendrán una mayor o menor repercusión sobre la vida del niño y sus familiares y, en determinados casos, incluso pueden afectar, en alguna medida, al curso de la enfermedad.
En el momento actual, en el que, por una parte, empiezan a conocerse un poco mejor las interacciones entre el sistema nervioso central y el sistema inmunitario y, por tanto, los efectos de la información que reciben los pacientes y sus familiares en la fisiología del organismo y, por otra, se han revalorizado los conceptos de calidad de vida y autonomía, la comunicación de un diagnóstico de enfermedad grave adquiere una profunda dimensión ética. Es ya inadmisible, por el enorme coste en sufrimiento evitable que puede tener, la comunicación defectuosa de un diagnóstico ya que la misma puede convertir un acto médico fundamental y necesario en un acto maleficiente y, por tanto, de mala práxis médica.
Eric J. Cassell, un médico que trabaja en el Hospital de Nueva York y es profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell, señala de manera taxativa que «los médicos no tratan enfermedades sino pacientes». Y, en los casos de niños enfermos, también familiares de pacientes. Para enfrentarse a sus padecimientos, la ciencia médica sólo puede solucionar, en el mejor de los casos, la mitad del problema al proporcionar una base sistemática para comprender el funcionamiento del organismo y sus trastornos. Pero la otra mitad -«a que tiene que ver con la relación del médico con las personas enfermas y, en el caso de menores de edad, con sus padres y familiares; con la comunicación de malas noticias; con la escucha activa de sus preocupaciones y miedos » suele ser la gran olvidada en la formación actual de los profesionales sanitarios.
Si lo pensamos un poco no deja de ser sorprendente que las Facultades de Medicina dediquen tantos años a enseñar a sus estudiantes cómo hacer buenos diagnósticos y no dediquen apenas tiempo -?acaso un par de horas, algunos días, tal vez nada?- a formar las actitudes y habilidades básicas que deben permitir a los futuros médicos comunicarse de forma eficaz, congruente, y veraz pero a la vez respetuosa y compasiva con sus pacientes y/o con los familiares de sus pacientes menores de edad.
La comunicación de «malas noticias»
«Los acontecimientos inesperados «, escribe Nina Bawden, » ocurren tan raramente que pocas personas saben como afrontarlos. La mayor parte del tiempo nos movemos dentro de un reducido círculo de posibilidades conocidas para las cuales hemos aprendido las respuestas. Más allá de este círculo reina el caos, un país sumergido en tinieblas del que carecemos el mapa para orientarnos».
El párrafo anterior creo que expresa con bastante precisión la probable reacción de unos padres ante el conocimiento de un diagnóstico infausto sobre la enfermedad de un hijo. Es preciso, es necesario, es urgente, que el médico no solo sepa elaborar un buen diagnóstico sino que también sepa explorar caminos de comunicación y adecuarlos a cada caso concreto «ya que cada niño, cada familia, poseen unas expectativas, unos miedos y unos recursos diferentes «así como acompañar a los padres a al niño enfermo en el difícil itinerario que, a partir de aquel momento, les será preciso recorrer.
Para los padres y para el niño, el diagnóstico de una enfermedad grave suele ser un acontecimiento insólito e improvisto que divide sus vidas entre un antes y un después. Pero el médico tendría que encontrarse siempre preparado para enfrentarse a situaciones de este tipo sin que la habituación a las mismas, la inevitable rutina, le supusiera una pérdida de sensibilidad pues cada familia es única y diferente a las demás. No se trata sólo, por tanto, de saber «hacer un buen diagnóstico» sino de saber «comunicar un buen diagnóstico «por más que grave- a personas distintas que son especialemente vulnerables a las palabras que van a escuchar.
Por desgracia los datos de que disponemos no son precisamente alentadores. Así, por ejemplo, una investigación realizada en 1998, durante la celebración de la reunión anual de la Sociedad Americana de Oncología Clínica ha revelado que más del 90% de los 500 oncólogos encuestados reconocieron carecer de formación para comunicar «malas noticias» a sus enfermos y controlar las reacciones emocionales que las mismas podian ocasionarles. De hecho, los profesionales sanitarios no se encuentran cómodos si tienen que hablar con sus pacientes de la muerte o de enfermedades graves. Muchos de ellos no saben como hacerlo ni tienen una idea aproximada del daño » o el beneficio- que pueden originar con sus palabras hasta que ellos mismos se encuentran en su vida personal en el lugar del padre o del enfermo.
En nuestro mundo sanitario más próximo, aunque sea timidamente, empieza a existir conciencia de esta necesidad. En abril de 2002, por ejemplo, tuve la fortuna de asistir, en la Academia de Ciencias Médicas de Cataluña, a una mesa redonda en que la participaban un oncólogo, una enferma masteoctomizada y una psicóloga. En síntesis:
- Para el oncólogo, lo más importante era conocer cómo debía obrar para comunicar una mala noticia al un enfermo.
- Para la enferma, una vez conocido el diagnóstico, lo más importante era cómo llegar a percibir que tenía cierto grado de control sobre la enfermedad. Y en su propia experiencia, éste era un proceso largo, multifactorial y complejo en el que la actitud del médico y la comunicación del diagnóstico jugaban un papel de primer orden.
- Para la psicóloga, lo más importante era saber cómo podía colaborar con el médico y ayudar al enfermo.
Es interesante comprobar que, tanto desde el punto de vista del médico como del paciente o del psicólogo lo que precisan son «comos». Que es precisamente lo que no suele encontrarse en la mayoría de los libros y artículos científicos ni enseñarse en las Facultades de Medicina o Psicología ni en las Escuelas Universitarias de Enfermería.
¿Puede el médico aprender a comunicar malas noticias? ¿Se pueden facilitar las mismas sin suprimir la esperanza ni mentir? ?Pueden el niño enfermo y sus padres llegar a percibir que poseen cierto grado de control sobre la enfermedad, a pesar de que el diagnóstico no ofrezca horizontes de curación?
Desde este momento me gustaría responder que este aprendizaje es posible y que incluso tiene un nombre: counselling. Se trata de un término inglés que no traduciré por considerar que no existe en castellano otro que exprese toda la riqueza que actualmente posee en los países anglosajones. Desde luego no es «consejo». En mi opinión, fruto de las numerosas e intensas sesiones de trabajo mantenidas con otros compañeros psicólogos «Pilar Arranz del Servicio de Hematología y Hemoterapia del Hospital La Paz, Javier Barbero, del ESAD del IMSALUD y Pilar Barreto, psicóloga clínica de la Universidad de Valencia » consideramos que el cunselling es un proceso interactivo, en el que el profesional sanitario ayuda a los pacientes y a sus allegados a tomar las decisiones más adecuadas en función de sus valores e intereses y siempre teniendo en cuenta su estado emocional. No es hacer algo por alguien; no es pasar una información a otro. Es, respetando su autonomía, compartir una información y empezar a hacer algo juntos.
Aprender y practicar las estrategias de counselling constituye una labor que debería formar parte del bagaje de todo profesional sanitario y muy especialmente de los médicos, quienes, en nuestra actual cultura sanitaria, suelen ser los encargados de comunicar los diagnósticos.
Importancia de los aspectos emocionales en la práctica clínica.
Un reciente trabajo de Callahan, publicado en The New England Journal of Medicine «una de las revistas científicas de mayor prestigio en el campo de la medicina- subraya hacía donde debería tender, en el siglo XXI, la excelencia profesional en la práctica clínica.
En opinión de Callaham el objetivo de la medicina no es sólo curar enfermedades: los objetivos de la medicina son dos, y ambos de la misma categoría y la misma importancia; por una parte, permanece el objetivo médico de siempre: evitar y vencer a las enfermedades; pero, por otra, cuando a pesar de todos nuestros esfuerzos, llegue la muerte «ya que nuestra especie no podrá posponerla indefinidamente- conseguir que los pacientes mueran en paz.
Callahan fundamenta su argumentación en dos premisas:
- En los últimos siglos, la finalidad fundamental de la medicina ha consistido «y sigue consistiendo- en investigar sin descanso para descubrir los medios capaces de prevenir e eliminar, una tras otra, todas las causas de muerte conocida: poliomelitis, tuberculosis, cáncer, enfermedades del corazón, Alzheimer, SIDA, paludismo, anorexia nerviosa, etc. De esta manera, el pensamiento médico ha tendido, implícitamente, a configurar la muerte como un fenómeno teóricamente evitable y, desde esta perspectiva, no hay duda de que el fallecimiento de un paciente o el llegar a un diagnóstico de enfermedad grave a la que el cree que sólo pueden aplicarse estrategias terapéuticas paliativas, constituyen, a los ojos del médico, un fracaso.
- El clínico, sin embargo, en su practica diaria, debe aceptar la muerte como un determinante biológico. Aun cuando la muerte de un niño se nos aparezca vivencialmente, como un acontecimiento prematuro, incomprensible e injusto, no por ello la muerte, incluso en estos casos, es necesariamente un fracaso del conocimiento.
La propuesta de Callahan es simple y lógica. De acuerdo con los hechos, la medicina moderna no debería destacar como propio un único objetivo fundamental, sino dos y a ambos debería conferirles el mismo valor: ayudar a los seres humanos a morir en paz saber acompañar a los enfermos y sus familiares en el díficil itinerario de una enfermedad grave, crónica o terminal, es tan importante como evitar la muerte. Así, los médicos deberían sentirse tan motivados e impacientes por investigar y tratar de paliar el sufrimiento que, frecuentemente acompaña, a partir del diagnóstico, el proceso de estas enfermedades o a la pérdida de un ser querido, como para investigar los factores y mecanismos que pueden ayudar a vencer la enfermedad y prolongar la vida.
Cassell nos recordaba hace algo más de una década que si sólo diéramos crédito a las opiniones de los pacientes y de los ciudadanos en general, y prescindiéramos del punto de vista de los profesionales médicos y de los estudiantes de medicina, consideraríamos el alivio del sufrimiento como uno de los principales objetivos de la medicina. Y aún termina su libro yendo un poco más allá y afirmando que dicho objetivo no solo constituye «uno de los principales objetivos», sino su finalidad fundamental.
Callahan, no ha hecho mas que echar leña al fuego que Cassell había encendido. La fruta está ya madura para que comprendamos, en toda su extensión, el mensaje que estos autores tratan de transmitirnos. En las enfermedades graves, tanto de adultos como de niños, los aspectos emocionales deben adquirir la máxima relevancia y pasar a primer plano. Y de ellos, no sólo son importantes los que acompañan «como apunta Callahan- a la cercanía de la muerte. El conocimiento del diagnóstico de una enfermedad crónica grave en un hijo es también una forma de empezar a morir.
Algunos aspectos a tener en cuenta en la comunicación del diagnóstico de una enfermedad grave.
Para redactar este apartado he tenido en cuenta tres fuentes principales:
- Las consideraciones de Marc Antoni Broggi, un cirujano especialmente sensible a los aspectos emocionales de sus enfermos, que trabaja en el Hospital Universitario Trias y Pujol de Badalona (Barcelona), las cuales traducidas al ámbito que nos ocupa podrían quizás sintetizarse como sigue:
- la actuación médica casi nunca es neutra; puede ser benefactora pero también yatrogénica;
- la mentira constituye un camino precipitado e irreversible que puede dificultar cualquier esfuerzo futuro de aproximación a la verdad;
- la retención de información, por el contrario, es reversible y facilita, en muchos casos, la adaptación a las necesidades del enfermo;
- No es buena la información sin demanda, explícita o implícita del enfermo o/y en el caso de un niño, de sus padres, o la información excesiva a una pregunta miedosa o angustiada; y
- en la comunicación de una mala noticia, el silencio y la mirada, la presencia sin muestras de prisa o incomodidad, pueden tener un peso superior a las palabras. Y muchas veces, el tacto puede ser «se sabe intuitivamente- una forma elocuente de comunicación y de compartir una noticia infausta.
- Las normas del Departamento de Salud y Recursos Humanos de Estados Unidos sobre la comunicación de mensajes de salud, las cuales señalan que dichos mensajes deben reunir varias condiciones, las cuales adaptadas a nuestra situación particular, podrían tal vez redactarse como sigue:
- Atención ¿hasta que punto el impacto emocional de los padres ante la primera información sobre el diagnóstico del hijo, por acertadamente que se transmita, permite a los padres proseguir la entrevista?.
- Comprensión ?se han comprendido con facilidad el alcance y significado de las palabras pronunciadas por el médico, dado el estado emocional y la cultura y bagaje individual de las personas efectadas, durante la comunicación del diagnóstico?.
- Relevancia personal: en el caso de la comunicación de un diagnóstico este aspecto se puede dar por descontado.
- Confianza : ¿posee el médico que comunica el diagnóstico la plena confianza de los padres del enfermo?.
- Aceptabilidad: ¿Existe algo en la formulación del mensaje «en especial en su expresión y forma- que pueda ser considerado como ofensivo, molesto o poco respetuoso para las personas que lo reciben?
- Y finalmente y de manera destacada, las reflexiones, consideraciones y conclusiones fruto de un trabajo continuado en equipo con los compañeros antes mencionados. Me es sumamente grato poder reconocerlo aquí.
Teniendo en cuenta las anteriores premisas, algunas de las normas que, a mi juicio, debería tener en cuenta el médico en la comunicación de un diagnóstico a los padres o familiares de un niño aquejado de una enfermedad grave son las siguientes:
- La comunicación de un diagnóstico es un proceso interactivo que no debe reducirse necesariamente a una visita aislada. En todo caso es fundamental que las entrevistas tengan lugar en un lugar tranquilo, sin prisa y sin interrupciones.
- Es importante que, antes de la primera entrevista, el médico trate de colocarse en lugar de los padres y muestre sincera empatía hacía ellos. «La conclusión «escribe el periodista Carlos Garrido en un interesante libro sobre la muerte de su hija Alba de 22 años a causa de un tumor cerebral- es que los médicos son tanto mas eficaces cuanto más afectivos y mas se implican. Cuanto mas fríos y más miedo tenían a involucrarse menos funcionaban».
- Esta primera entrevista «que puede empezar con una frase parecida a «es dificil hablar de ciertos temas» o «me temo que las cosas no han salido como esperábamos» » no sólo va a generar ansiedad sino que constituye una excelente ocasión para que el médico pueda establecer una buena relación con los familiares, a condición de que muestre sensibilidad hacia sus preocupaciones y sufrimientos.
- Recibir un diagnóstico de enfermedad grave en un hijo suscita en los padres mucha ansiedad, y por tanto, el médico durante la entrevista, debe tener siempre presente que, normalmente, dicha ansiedad no permite que las personas comprendan el contenido y alcance de la información que se les proporciona.
- Los mensajes que facilita el médico deben ser cortos, espaciados, lentos, bien vocalizados y en lenguaje asequible.
- El médico debe mantenerse todo el tiempo en actitud de escucha activa e interesada, no interrumpir a los padres, graduar la información negativa que les proporciona y proseguir la entrevista, o aplazar la continuidad, en función de sus reacciones, preguntas y silencios.
- Nunca debe mentir, pero puede retener parte de la información que posee si el momento no le parece el mas oportuno para transmitirla.
- El médico puede manifestar su sensibilidad hacia sus interlocutores: verbalmente con frases como «?cómo se sienten?», o «en este momento, ?qué es lo que más les preocupa?»; a través de comunicación no verbal y contacto físico; o facilitando la expresión emocional de los padres.
- La asimilación de una «mala noticia» requiere tiempo, que puede variar entre amplios márgenes en función de la biografía y la cultura de cada persona. Lo importante es que, al terminar la primera entrevista, los padres conserven de ella como mínimo dos ideas básicas: «hay cosas que se pueden hacer» y «me tendrán a su lado».
- Los ingredientes fundamentales de la comunicación entre el médico y los padres del niño enfermo son :empatía y compromiso. En la mayoría de los casos, la frase «no se preocupen», es una estupidez.
A modo de conclusión:
- Comunicar no es sólo informar. Es un proceso interactivo, importante y personalizado, que puede prolongarse en el tiempo.
- La comunicación de malas noticias se puede aprender. La herramienta adecuada es el counselling.
El presente trabajo sólo se ha ocupado de la primera parte del diagnóstico, la comunicación del mismo a los padres. Queda pendiente otro aspecto de gran importancia: la comunicación del diagnóstico al hijo enfermo. En ella no deberían olvidar la respuesta de dos profesionales del Servicio de Pediatría de la Facultad de Medicina de Nueva Jersey con dilatada experiencia en la muerte de niños con SIDA , a la pregunta de que debe saber un niño con una enfermedad mortal: «El niño debería conocer , de forma apropiada a su edad, que la muerte está cerca pero que no será dolorosa, y que no la afrontará solo, sino en compañía de aquellos que ama».
Con palabras diferentes, Maria Die-Trill. Psicóloga del hospital universitario Gregorio Marañon, expresa, a mi juicio, ideas similares: «El principio fundamental en el que se debe basar la comunicación con el niño moribundo es el de evitar mentir. Existen dos principios adicionales: dejar que el niño nos indique cuanto quiere saber en cada momento y adaptar la información que se le transmita al nivel de comprensión que el niño tenga de la muerte».
La tarea de comunicación de un diagnóstico de enfermedad grave a un niño es difícil, compleja y de enorme trascendencia. No podemos dejarla a la improvisación o al azar. Es fundamental que aprendamos a hacerlo de la mejor manera posible.
Las palabras tranquilizan, las palabras curan, las palabras enferman, las palabras matan. Aunque no aparezca sangre son como un bisturí. ?Pondríamos nuestra vida, o la de nuestros hijos, en manos de un mal cirujano?.
Dr. Ramón Bayés
Barcelona 27 de mayo de 2002
Dolor entre personas
Dr. Helio Carpintero
Catedrático de Psicología Universidad Complutense
Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
Uno de los rasgos que posiblemente puedan servir para caracterizar nuestra civilización actual es su rechazo generalizado del dolor.
El descubrimiento de sustancias anestésicas, hace algo más de siglo y medio, permitió un salto cualitativo dentro de la medicina, y muy especialmente la cirugía: hizo posible la intervención sin presencia consciente del paciente en el acto de operar, y con ello, la cosificación de este, y la tecnificación de la acción.
La cosa es bien reciente; todavía a finales de siglo XIX, hacia los años 80, Sigmund Freud estuvo experimentando los efectos de la cocaína en las intervenciones oftalmológicas, mediante unos estudios muy bien diseñados que mostraban la utilidad de la droga, pero que son hoy universalmente famosos por haberlos principiado el que luego sería gran psicoanalista, y haberlos declarado y explotado otro colega más avisado que, al privarle de esta gloria, tal vez sin saberlo contribuyó a la postre al descubrimiento y a la construcción del psicoanálisis.
En esa lucha contra el dolor, que empezó a hacerse eficaz y victoriosa tan recientemente, muchos sintieron estar enfrentándose a los designios que parecen regir el mundo. El dolor sería parte del destino humano, y, como se lee en los Proverbios, «También en el reír padece el corazón, y al cabo la alegría es dolor» (Prov. 14,13). Y, muy enérgicamente, Schopenhauer afirmaría la sustancialidad del dolor frente a la condición meramente privativa del placer – su condición de ?no estar sintiendo más dolor?. Con todo, el hombre de nuestro tiempo reclama siempre que le quiten el dolor. Que se lo quiten con calmantes, con apoyo moral, con terapias, con entrenamientos en técnicas de relajación, incluso con intervenciones quirúrgicas; en muchas ocasiones, quiere que le quiten la vida antes que soportar más dolor.
Hay una situación muy singular, ante la que se producen sentimientos ambivalentes y tendencias contradictorias: cuando se trata de ¿conocer la verdad de lo que nos pasa?, cuando se trata de recibir un diagnóstico clínico que nos sitúe ante la certeza de un proceso incurable e inevitable.
La necesidad de saber, de estar informados, para actuar en consecuencia, choca frontalmente con el deseo de ?no saber?, con el afán de perseverar en una confianza ciega que se tranquiliza no sabiendo, no admitiendo variaciones. Una persona muy próxima a la vida aldeana española de hace medio siglo, en contacto humano cercano a las almas campesinas, me contaba hace ya tiempo la frase sentenciosa que le diera un hombre del campo en las vueltas y revueltas de una charla: » -Y es lo que yo digo, que en no supiendo se vive mejor?». A pesar de lo cual, el hombre de hoy sabe que la clave del dominio social está en la información, y quiere, sea como sea, saber?
Médicos, psicólogos, cirujanos, técnicos de la salud, que tratan y diagnostican cada vez con mayor precisión y con mayor seguridad los padecimientos orgánicos y psíquicos del hombre, se ven cada día enfrentados con el problema de qué, cuánto, y cómo, decir al cliente acerca de sus trastornos presentes y de sus expectativas futuras.
Se hallan enfrentados al dilema moral de cumplir su misión de técnico, y por tanto, dar los informes con la competencia máxima y la integridad más absoluta, o dejarse dominar por ?respetos humanos?, sentimientos de humanidad, procesos de ?empatía?, y ocultar entonces, en base a la expectativa de un bien mayor «la tranquilidad del otro- el alcance y sentido de la información que posee. O técnico, o encubridor. Así parece plantearse muchas veces la opción para el experto ante el caso doloroso del padecimiento incurable.
Para tratar de encontrar alguna conducta que entendamos como adecuada, conviene notar, ante todo, que nos hallamos ante una situación de interacción y comunicación interpersonal, cuyo esquema último sería la relación Terapeuta » Cliente.
Se trata de una relación entre personas. La persona es una realidad que es dueña de sí; proyecta su vida, toma decisiones, elige, rechaza, y todo ello de un modo responsable, es decir, con posibilidad de responder y dar razón de sus actos, mientras está sobre sí, en su pleno uso de razón. Lo es tanto el terapeuta como el cliente. Ambos están llamados a poder dar razón de sus comportamientos.
¿Y cuál es la razón de ese acto preciso de comunicación en que el terapeuta informa al cliente? Se piensa muchas veces en términos meramente intelectuales: se dice que se trata de transmitir una información veraz y objetiva, acerca de una cierta situación de hecho en que el cliente se halla inmerso.
El intelectualismo ha sido un error surgido del racionalismo; ha tendido a suprimir aquellas otras dimensiones de la persona que no son conocimiento, sino afecto, seguridad, emocionalidad. Y sin embargo, la relación entre personas está mediada no solo por conocimientos, sino también por una mayor o menor empatía, por una variable capacidad para ponerse en el punto de vista del otro, y reaccionar, en forma de eco emocional, ante sentimientos ajenos.
Cuando el técnico-persona se sitúa ante la persona»cliente, tiene ante sí una misión compleja. No puede evitar hallarse en posición de superior dominio sobre aquella, porque su saber peculiar así la sitúa.
Pero ese saber es algo que posee como un factor cuyo destino ha de permitirle ayudar al otro, no como el conocimiento que un curioso hubiera conseguido por mero azar. Es un saber para ayudar. Pero la ayuda a otra persona ha de ser siempre ayuda que impulse al otro a actuar desde dentro en el sentido en que se le orienta; es la ayuda que se debe dar a quien ?se manda a sí mismo?, para que tome las decisiones mejores. En fin, es una ayuda, que ha de impulsar al otro a irse construyendo en su existencia de acuerdo con la situación de hecho en que se halla, y de acuerdo también con sus posibilidades existenciales «incluso aquellas de que él mismo no termina de darse cuenta.
Hace muchos años, P. Laín Entralgo, que ha escrito palabras esclarecedoras sobre la relación con el otro y en especial sobre la relación médico-enfermo, dijo que el médico ha de actuar como «tutor», «educador» y «escultor» de la naturaleza de su paciente (Ocio y trabajo, 1960, 148). Se entiende: como tutor, en cuanto posee una autoridad y poder sobre el cliente, que éste le ha conferido al poner en sus manos su vida y su curación. «Educador», en cuanto que, al ?saber más? que éste, ha de orientarle y guiarle, y ha de impulsarle a que haga aquello que es bueno para él . Y en fin, escultor porque la orientación lleva a que adquiera posibilidades nuevas, perfiles de existencia inéditos, al modo como el escultor saca la forma de la masa pétrea sobre la que labora.
Es evidente que en la relación Terapeuta- Cliente, no se trata sin más de ?decir? sino de ?hacer?: por ello lo que se diga ha de subordinarse al efecto ?pragmático? que se busque conseguir. El decir está subordinado al ?curar?, o ?beneficiar? al otro.
Además, ese esculpir, ese ?hacer sobre la materia que es el otro?, demanda en el terapeuta una clara idea acerca de las posibilidades personales, esto es, de la persona y la personalidad del otro, y que con su acción favorezca aquellas que son las más positivas.
Se trata aquí, como en todo lo humano, de hacer «lo mejor», aunque eso pueda ser no demasiado bueno. Como ha dicho J. Marías, el principio ético por excelencia es ese de ?hacer lo mejor? «naturalmente, dado en cada caso las alternativas posibles.
Y, finalmente, el trato con la persona es, como lo es la situación educativa, un caso de convivencia compartida, esto es, de coejecución que se distiende en el tiempo. El trato ?clínico?, cuando es lo que debe ser, ha de generar una mínima ?convivencia?, y por ello ha de durar, ha de tener su tiempo. Como ha dicho rectamente M. Gómez Sancho, «la información al paciente es un proceso dinámico ?y el criterio que debe seguirse es el de la ?verdad soportable? » (Gómez Sancho, 1996, 55). Ni en la educación se puede decir todo en un simple acto locuente, ni en la terapia se puede actuar como si se tratase de un acto instantáneo y una relación momentánea. A la máquina cabe darle la programación que necesita en un solo acto, con la persona hay que convivir. Como en el romance,sino a quien conmigo va.»
En esa convivencia cooperativa que entre Terapeuta y Cliente ha de establecerse, la condición personal del Otro no puede olvidarse un solo instante. Se trata de ayudar al otro a buscar aquello que, entre lo posible, sea para el ?lo mejor?. Es dueño de sí: habrá que respondérsele en la dirección en que pregunte, en una dirección que cuente con ir ampliando el saber a medida que adquiera preparación «emocional sobre todo- para afrontar nuevas etapas.
Habrá de pensarse, siempre, en que la persona tiene unas bases emotivas, unos sistemas de expectativas, y en definitiva, tiene siempre ?algún futuro?, que el Terapeuta tiene que potenciar y no destruir.
No hay más que una regla general: al próximo, como a uno mismo. La persona del otro ha de ser tutorizada, educada y modelada a fin de que ella misma, con la ayuda que se le presta, busque su ?vida mejor? » dentro de las que sean posibles.
Esto significa potenciar una medicina, una psicología, una sanidad «de personas y para personas». Y eso requiere imaginación, atención, y tiempo, mucho tiempo.
Dr. Helio Carpintero
Gómez Sancho, M. (1996) Cómo dar las malas noticias en medicina, Madrid, Grupo Aula Médica, S. A.
Laín Entralgo, P. (1960) Ocio y trabajo, Madrid, Revista de Occidente
Marías, J. (1995) Tratado de lo mejor Madrid, Alianza
Cómo reciben y cómo perciben el diagnóstico, padres de hijos con problemas físicos, psíquicos o sensoriales.
Informe sociológico
Introducción: Los gritos del silencio
No todas las discapacidades son evidentes en el momento del nacimiento, de la misma forma que no todas son detectables durante el embarazo. Ni todas las secuelas de un accidente se pueden predecir en el momento de producirse. Pero siempre hay un momento para la primera sospecha, «algo no va bien» y posteriormente siempre existe el momento de la noticia dada por el profesional: el momento del diagnóstico. Esa noticia, la confirmación oficial de la gravedad de un hijo tanto en condicionamientos personales como en perdurabilidad temporal, es el punto de partida de dudas, inseguridades, inquietudes, penas y desorientaciones para quienes la reciben: los padres y familiares cercanos. Por y para ellos están dirigidas las siguientes reflexiones.
La elaboración de este documento ha sido posible gracias a la colaboración y activa participación de padres de hijos especiales con edades comprendidas entre los 3 y los 29. Con ellos se han vivido momentos de emoción al recordar cómo fue su «momento del diagnóstico», sus miedos, sus angustias y sus primeros pasos en esa carrera vertiginosa de la incertidumbre ante lo inesperado y lo desconocido. Guardando el anonimato cuando nos ha sido requerido.
El resto de entrevistas lo han sido con profesionales en la gestión y en la intervención de discapacitados para encontrar el contrapunto, que pueda hacer entender el impacto psicológico de unos padres cuando conocen á gravedad del diagnóstico sobre su hijo. Incluyendo a un sacerdote para aportar el testimonio de aquellos que recogen los «gritos del silencio» de unos padres doloridos, que necesitan tiempo de escucha.
Por diagnóstico grave entendemos aquel del que se deriva un proceso irreparable de salud que puede abocar en una muerte próxima, como aquel del que se derivan discapacidades físicas y/o psicológicas permanentes que condicionarán esa vida humana.
Un diagnóstico grave lo es por el hecho de que afecta a la mismidad de la persona. Es una información que va a alterar la vida tanto del propio sujeto que la protagoniza, como la de su entorno familiar inmediato, padres y hermanos, que se convertirán en sus inmediatos cuidadores.
Un diagnóstico grave es una información no deseada para la que nadie se encuentra preparado y para la que nunca se encuentra el momento oportuno ni en su comunicación ni en su escucha, pero es un hecho que trasciende el plano personal y familiar; es también un hecho social.
La sociedad conforma las interpretaciones que damos a los hechos que nos ocurren. «Lo que nos permitimos sentir o no sentir está impuesto por las vigencias sociales», dice Julián Marías.
Pero nuestra sociedad premia el éxito y el triunfo, laboral, deportivo, artístico o económico, cualquier desviación que pueda afectarles es temido. La escuela no prepara para afrontar la vida real, el dolor, el fracaso, la decepción o la muerte, sino para conseguir el éxito.
En un Congreso sobre Cuidados Paliativos (Santander, 1998) decía un célebre doctor que tras estudiar pormenorizadamente las distintas pruebas hechas a un enfermo de cáncer – pruebas concluyentes sobre su corto tiempo de vida- le sucedió lo siguiente. La mujer e hijos del paciente aprovecharon que éste se vestía en una habitación contigua a la que ellos ocupaban, para decirle al doctor que no le dijera «de ninguna manera» la verdad a su pariente, pues era un hombre aprensivo y la noticia le iba a destrozar. A continuación el presunto aprensivo, despachaba elegantemente a su familia al pasillo y le decía al doctor que le dijera a él la verdad sobre su falta de salud, porque él podía con esa noticia, pero que se la suavizara a su mujer e hijos para evitarles un sufrimiento innecesario para el que no estaban preparados.
Flor, madre de un niño de tres años y medio, que padece hidrocefalia, nos cuenta: «el médico vio en la ecografía algo, yo estaba de ocho meses, y él intentó no decirme de golpe que veía algo anormal y comenzó a decir que podía ser la postura. En la siguiente sesión los médicos callaban, pero mi marido preguntó y dijo que queríamos saber qué pasaba para asumir las consecuencias. Entonces nos dijeron que sí había algo, que el feto había tenido una hemorragia cerebral. Desde ese momento nadie me volvió a hablar del niño, sino de las cosas que le podían ocurrir en la cesárea. Tras la cesárea, todo lo que los médicos me dijeron fue negativo, todo negativo; que iba a ser un vegetal, sin calidad de vida y siempre en la cama; me dijeron que podría vivir dos días o un mes, pero no más. Yo no quise ver al niño y ni siquiera pregunté si vivía; tardé en ir a verle diez días».
Hoy Flor es una madre que quiere y que ha cuidado a su hijo con absoluto esmero; después de casi cuatro años puede decir «pienso en la suerte de mi hijo por haber nacido aquí; somos felices. El siempre ha estado pegado a mí y a mí me llena. Ahora estamos locos con él; recibimos mucho de él; se ríe mucho, nos conoce bien y es un niño feliz».
En su caso, la impresión que les quedó ante el diagnóstico fue de vaguedad y de indefinición; no hubo palabras precisas sobre el problema al que se enfrentaban, ni tampoco hubo palabras de consuelo, orientación o derivación.
Ana es madre de un joven de 23 años con parálisis cerebral. «El parto fue muy malo tras un amago de aborto. Me rompieron la bolsa y me metieron una ventosa; el chico lloró como todos y nadie me dijo nada. A la semana me fui a casa y ahí vi que no se me agarraba al pecho; le crié a biberones y se nutrió bien. A los pocos meses me di cuenta que no se sentaba, que no me tendía las manos y que algo pasaba. Fui a mi ginecólogo y le pregunté qué pasaba. Él me dijo si yo no me había dado cuenta de que mi hijo era diferente. Mi niño tenía ya seis meses; el médico me dijo que fuera a un especialista y me recordó que al poco de nacer el niño, él había ido a mi casa a decírmelo, pero allí se enteró que teníamos un familiar con cáncer y pensó que ya teníamos bastante, así que calló y nada dijo». Tras veintitrés años, Ana puede decir que su hijo hoy es feliz y que está adaptado a la sociedad por el enorme esfuerzo de los padres. Ella sigue pensando que se sabe muy poco de la parálisis cerebral y que nadie le dio un diagnóstico hasta que ellos fueron al Centro Base del IMSERSO a solicitarlo.
Lola tuvo a su hijo que hoy tiene 27 años y padece síndrome de Down después de haber tenido a otros cuatro hijos sanos. «Nació tras un embarazo y un parto normales, pero yo quedé depresiva y nadie me dijo nada de que algo no había ido bien. Nadie nos dijo nada y como tenemos familiares con rasgos asiáticos, no sospechamos nada. Como el médico me vio depresiva no me dijo nada, pero le dijo a un hermano mío mayor que el niño era deficiente. Yo empecé a sospechar a los dos meses, porque el niño no se reía y le veía la lengua muy gorda. Entonces es cuando el médico vino a casa y nos lo dijo con claridad: J. es un síndrome de Down; pero yo no sabía qué era eso».
Hoy mi J. es un joven encantador que todos los días se encarga de llevar y traer a su vecina, también Down, de los talleres de donde trabajan hasta casa y que presume con orgullo de que a sus padres les conocen en la ciudad como los «padres de J.»
Este es un caso similar al anterior; se soslaya toda información puesto que la madre está «depresiva» y el doctor opta por la recuperación de la madre antes que por la estimulación del hijo.
Antonio relata que el parto de su hijo no fue a término y nació a los siete meses y medio de embarazo su hijo pesó 1,6 kgr. y los esfuerzos médicos fueron para que ganara peso y evitarle los accesos de cianosis y espasmos de glotis que casi le llevaron a la muerte. «Estuvo cerca de un mes en la incubadora y otros 15 ó 20 días más en el Hospital; nadie planteó ni dijo ni pensó que fuera un Down. No sospechamos nada, primero porque el chico tenía los ojos cerrados y además porque el rasgo no era muy pronunciado y mi mujer tiene además los ojos rasgados. El problema principal de entonces era salvarle la vida y sacarlo adelante. Nos enteramos que era un síndrome de Down cuando le dieron el alta, por cierto me la enviaron por carta a mi oficina y allí pude leer el informe médico. De viva voz no nos lo dijo nadie. La papeleta fue para mí que tenía que decírselo a su madre». En este caso se eligió la fórmula del diagnóstico escrito como vía de comunicación. En este caso no hubo presencia humana, sólo letras en un papel.
Tras recibir el primer diagnóstico grave, los padres dicen que se suceden las quejas, los reproches, el preguntarse qué hacer, dónde ir, como calmar la desorientación.
La queja más frecuente es de falta de información. Una vez recibido el diagnóstico grave se quejan los padres, que no se les haya explicado ni el alcance de la situación ni los recursos disponibles, ni a dónde acudir. Comienza la carrera irracional y no planificada hacia la búsqueda de otros diagnósticos más precisos, más esperanzadores o hacia el encuentro con el profesional idóneo que pueda enfocar convenientemente el binomio discapacidad/adecuada intervención.
Los padres tienen subsiguientemente que compaginar la crisis del diagnóstico grave con el cuidado de un hijo que necesita una atención especial y con el proseguir su vida de pareja, familiar, y laboral es el momento de los reproches.
Mas adelante comenzará el peregrinaje esperanzador en busca de otro profesional que ofrezca otro diagnóstico y la búsqueda de los recursos más adecuados.
La falta de información/orientación suele estar acompañada de una falta de coordinación de los recursos disponibles. Sucede que esa falta de coordinación entre el diagnóstico grave que ofrece el médico y el encuentro de la intervención más apropiada para el hijo, puede llegar a producir perjuicios irreparables en la salud de algún miembro de la familia, fundamentalmente el hijo necesitado de intervención temprana o la madre con tendencia depresiva, puesto que el intervalo de tiempo entre el conocimiento de la noticia y la intervención adecuada se puede llegar a demorar.
La escasez de recursos informativos puede traer como consecuencias tanto el «aparcamiento en casa» del hijo diagnosticado, como al abatimiento crónico de los padres.
Juan es un profesional que gestiona un Centro de Día para paralíticos cerebrales, al que acuden 200 personas anualmente. Por su larga experiencia habla de la importancia de la rapidez del diagnóstico como vía esencial para la estimulación precoz y el mayor desarrollo de la parte no dañada del cerebro. En el momento del diagnóstico se produce un desequilibrio entre la urgencia de los padres por saber qué tiene el hijo y la propia realidad de la discapacidad, en este caso parálisis cerebral, cuyo diagnóstico medio suele poderse ofrecer a partir del sexto mes de vida.
Destaca que el diagnóstico grave suele ser responsabilidad del médico, y se descontextualiza tanto de la presencia de un equipo multidisciplinar, como del apoyo psicológico para afrontar los hechos, como de la adecuada información sobre los recursos públicos y privados más adecuados para cada uno de los casos que se les presentan. La coordinación de estos recursos públicos y privados no está escrita en ningún protocolo sanitario y en el mejor de los casos es suele ser la actitud oficiosa de unos y otros la que salva ese vacío.
María es psicóloga especializada en la estimulación de niños autistas. «Cuando un padre se da cuenta de que tiene un hijo diferente, necesita ponerle nombre a esa discapacidad y se obsesiona tanto con «la etiqueta», que empaña el aprendizaje que exige esa nueva situación. Cuando los padres tiene ya el nombre, después de ir de profesional en profesional, ya no pierden energías en la búsqueda, pero descubren que el mero diagnóstico no indica el contenido vital de la situación. Sí indica una certeza de que el niño tendrá dificultades mas allá de las normales, pero también descubren que hay métodos de estimulación y que necesitan aprender a educarlo. A los padres se les utiliza mucho de coterapeutas y puede que los psicólogos olvidemos que esos padres necesitan ayuda no sólo en el aprendizaje de la estimulación del hijo, sino en saber cómo salir ellos adelante».
«¿Cuáles son mis quejas en el diagnóstico?… Lo horrible fue aguantar oír que no sabía exactamente qué tenía, que viviría dos días y que era mejor que yo no me encariñara con él. A mí me hubiera gustado que me hubieran dicho lo que luego ha resultado y no aquello tan negativo de que siempre sería un vegetal. Realmente no me decían casi nada, pero yo veía las caras de todos y ahí leía lo que no me decían. Yo lo único que quería oír es que el niño iba a vivir y lo que oía era que moriría y que no me encariñara con él y que no lo sacara de la incubadora. Estuvo en la incubadora, sin cogerlo yo, y sin que nadie le cambiara de postura casi tres meses». Así prosigue la historia que cuenta Flor.
Lola recuerda el momento del diagnóstico y aparecen las quejas. «Cuando al cabo de dos meses nos dice el ginecólogo que el niño tiene el síndrome de Down, nosotros echamos en falta todo; lo esencial fue que tardó todo ese tiempo en decirme la noticia. Es verdad que ya entonces mi hermano se lo había dicho a mi marido y que una hermana mía también sospechaba que algo no iba bien, pero todo el mundo calló porque el médico callaba. Entonces lo que se hacía sencillamente era aparcarlos».
«Mis quejas son todas; nadie nos dijo nada. Fuimos nosotros los que nos movimos para buscar información sobre lo que se podía hacer. Buscamos ayuda y no había puertas donde llamar; nadie me enseñó nada, ni a darle de comer ni a nada. Lo que funcionó fue mi intuición de madre». Estas son las palabras de Ana, cuando recuerda su momento del diagnóstico.
«En ese momento en que lees que tu hijo está mejor de salud y que por eso le dan el alta, pero que según vas leyendo el informe médico descubres que además de la pasada cianosis y de los espasmos de glotis tu hijo padece hidrocefalia, todo se te viene abajo. Ahora casi no lo recuerdo, pero te lo puedes imaginar: lloré y lloré mucho. El día se te hace de noche y hasta que la noticia se va difundiendo y encuentras el apoyo familiar, no te comienzas a plantear los problemas que pueden surgir. En ese momento no me planteé qué echaba en falta. Notas el hundimiento. Es el palo y nada más. Yo entonces fui a hablar con el médico que había escrito el diagnóstico. No me dio ningún tipo de ayuda. Ni pautas para educarlo ni nada, lo que a partir de ahí se hizo fue por decisión mía».
María, psicóloga y terapeuta, nos dice «he tenido experiencias maravillosas con los padres que se han implicado con los terapeutas; ellos saben muchas más cosas de sus hijos que lo que nosotros podamos saber y lo único que tenemos que hacer es ordenar su conocimiento y así brindarles el reconocimiento a su dedicación y a su educación. «Los padres que acuden a nosotros vienen deshechos, desorientados y presumiblemente susceptibles de sufrir nuevas frustraciones. Lo primero que tenemos que hacer es centrar la noticia y concienciar que toda discapacidad es una carrera de fondo, larga y dura, que no se acaba sino mas bien comienza con la digestión de la noticia; una discapacidad lo es para siempre, pero tiene un tratamiento individual y cada individuo dará de sí en función de la gravedad de su lesión y de la dedicación y estimulación que se le brinde.
Culpabilidad y crisis existencial
Hay padres que al recibir un diagnóstico grave se duelen por todo. No entienden la razón por la cual es a ellos a los que les «ha tocado» el drama. Se cuestionan dónde han fallado, qué culpa tienen, que aspectos de su vida han descuidado para recibir ese «castigo». Algunos padres se quejan de Dios y que no entienden que siendo fieles cumplidores de la fe, tengan que cargar con esa culpa incomprensible.
Porque la presencia de un diagnóstico grave en un hijo, revuelve las entrañas y hace más vulnerables a muchos adulto. Suele haber una crisis personal, puede existir una crisis de pareja y con frecuencia también una crisis de creencias.
Estas no son quejas médicas o sanitarias dirigidas al profesional que ofrece el diagnóstico grave, sino que son quejas existenciales, de no entender aquello que les está pasando y que está traspasando los límites de su racionalidad. Son quejas que se pueden manifestar a un familiar o un amigo y que quedan en la memoria de quienes les escuchan, pero también son quejas que suelen comunicarse a un sacerdote para buscar consuelo espiritual.
Los diversos testimonios que han ido proporcionando los padres en las entrevistas nos ha llevado a la consideración de la importancia del apoyo espiritual en estas cuestiones. Entre las personas religiosas la búsqueda de este consuelo suele concretarse en el sacerdote.
Flor se declara católica practicante y después de haber tenido dos abortos y posteriormente a su hijo J., hidrocefálico de 3 años, puede decir que el ser creyente le ayudó a aceptar su situación. «Todo es una incertidumbre, pero pensé que haber tenido esos dos abortos y luego a J. tendría que tener algún sentido. No pensé en culpabilidades sino en tratar de buscarle el sentido».
Ana, madre de E. -paralítico cerebral de 24 años- se expresa diciendo: «he tenido rechazos sociales y bien de frente, uno de ellos con un cura. Yo soy practicante y quise que mi hijo hiciera la comunión cuando estuviera preparado. Un día fuimos a misa a una iglesia distinta de nuestra parroquia y yo llevé a E. para que comulgara; cuando llegamos junto al sacerdote, me dio la comunión a mí, apartó a E. y siguió dando la comunión al resto que esperaba. Cogí la silla de mi hijo y me fui de la iglesia, mientras el sacristán me decía que fuera a la sacristía porque el sacerdote quería explicarse. Me fui de allí, porque no había explicación alguna que darme. Son situaciones duras, pero a mí no me cambian mi plan en nada. No me avergüenzo de mi hijo».
José no es creyente y ha educado a su hija Rebeca fuera de la religión católica, pero no pudo evitar que un día le dijeran en el colegio a esta niña de ocho años: «Rebeca tiene un hermano síndrome de Down, porque sus padres no son creyentes». El humor de José no ha variado y puede decir con orgullo «para mí el niño Down no es una maldición, sino un niño y punto.
En el caso de mi mujer sí que ha habido sentimiento de culpabilidad; cosa absurda, pero ahí está. En otros casos que he hablado con hombres, a todos les pasa igual, son sus mujeres las que se sienten culpables de lo que ha pasado. Yo no sé por qué ella se sintió culpable, no era cuestión de hurgar en la herida, se sintió así y ya está».
Don Vicente, Vicario-General de la diócesis de Osma-Soria nos dice que el sufrimiento no tiene explicación, pero sí tiene sentido. La imagen del Dios castigador y vengativo está todavía hoy presente en la memoria del hombre y cuando éste sufre un revés fuerte, con el consecuente trauma y desconcierto, esa idea del castigo aflora y surge la creencia de la propia culpabilidad, para así tratar de entender lo que no se entiende. «Todos estamos llamados a la felicidad y al gozo y no asumimos que en el camino pueda haber frustraciones. Ningún dolor carece de sentido, sino que todo dolor se encamina hacia la plenitud, si se es capaz de afrontarlo como un conjunto y no como un hecho puntual. El dolor es una pasión de amor; el corazón sangra por donde ama. Dios no castiga ni premia, pero sí acompaña en el infortunio.
Cuando una persona sufre hay que saber respetarla, no trivializar su situación, porque tiene derecho a quejarse. Es mejor un grito dirigido a Dios, que no un silencio resignado que hunde. El grito, la rebelión contra Dios hace que se tenga ya un interlocutor que te puede escuchar. La oración por la protesta y por el rechazo puede llevar a la aceptación. Es bueno quejarse sabiendo que la queja es atendida y no desoída y que con esa escucha se pone un bálsamo en la herida. Pocas veces nos preguntamos del porqué de nuestra alegría y, sin embargo, es un sentimiento profundo y existencial del hombre. Hay que interrogar a ese porqué de la alegría, al igual que lo hacemos con el dolor y el sufrimiento. El dolor es algo que abruma y nos aplasta.
La cultura tiene que educar para encajar el sufrimiento, el fracaso, el dolor y la frustración. Podemos tapar el dolor y marginarlo, pero siempre estará latente; por lo tanto, lo que hay que buscarle es el sentido, el valor que pueda tener: constancia, fortaleza, sufrimiento como donación y amor al otro. Desde esa perspectiva se abre un camino, algo de luz, de esperanza y de sentido. Al padre de un discapacitado que acaba de recibir el diagnóstico se le puede decir que lo bueno de esta situación está en el amor que él va a dar, en la educación que le va a proporcionar y en saber que no está solo, sino que Dios le acompaña». El mismo Dios que se hizo presente en la alegría, se hace presente en nuestro dolor afirma el Obispo de Tuy.
Grupos de auto-ayuda
Es fácil escuchar a un padre decirle a su hijo «cuando seas padre me entenderás». Esa es la respuesta de quien da por sentado que nadie mejor que un igual para entender lo que se está viviendo.
Una tendencia natural del individuo es a relacionarse con pares de iguales, porque es ahí donde se encuentran vivencias similares, códigos de conductas parecidos que hacen posible las afinidades.
Al discapacitado y a sus padres les sucede lo mismo. Sus relaciones se dirigen, generalmente, a personas que sufren como ellos.
Cuando se produce el diagnóstico grave, cuando se conoce que el hijo es especial, o para el momento del fallecimiento, hoy existen grupos de auto-ayuda que se brindan solícitos para apoyar a los padres a afrontar su nueva situación. Estos grupos son mayoritariamente muy nuevos y su organización formal no llega en muchos casos a los diez años.
Estas asociaciones se han creado como respuesta a las carencias con las que se encontraron anteriormente ciertos padres y es su propuesta para que a otros padres no les suceda lo mismo.
Para que este recurso sea eficaz es importante que la relación con la red sanitaria sea posible. Tras el diagnóstico grave, ya son muchos los hospitales que derivan esa información al grupo especializado para que puedan servir de soporte a los padres que estrenan situación.
Estos grupos de auto-ayuda son una constatación del interés social espontáneo; es decir, no tiene que mediar la administración ni existir estructuras formales para que quien conoce los resultados de una fuerte crisis vital pueda brindarse como soporte para otros semejantes. Una ventaja destacable de este tipo de asociaciones es su función preventiva, allá donde precisamente hay carencias de recursos oficiales.
En la entrevista de Flor se recoge «a mí sí me ha ayudado mucho estar con otros padres y sé que yo también he ayudado a alguien. Ayuda mucho el escuchar y el hablar; los primeros años son difíciles porque este tema te lo revuelve todo, pero ayuda hablar con alguien que vive lo mismo que tú».
«Los padres de niños con iguales dificultades son básicos para comunicarte y compartir porque saben qué estás pasando, aún sin hablar. Cuando nació E. esos grupos no existían, pero coincidíamos con otros padres en el Centro Base y hablábamos. Ahora en nuestra ciudad todo el mundo sabe que existen esos recursos y desde el propio hospital saben dónde derivarlos» (Ana).
«A los padres nuevos les asisten otros padres que se personan en el hospital a las pocas horas del nacimiento. Sé que en muchos sitios es el propio pediatra el que avisa a la Fundación Down. Yo aquí nunca me he enterado, pero igual que estoy afiliado a ANDE y me intereso por lo que se puede hacer por todos los discapacitados, ayudaría a alguien que estuviera en mi situación». (José).
Además de las asociaciones de auto-ayuda que pueden acudir a la misma base del problema, vienen surgiendo en los últimos años otros recursos eficaces en consonancia con las nuevas tecnologías. Internet ha abierto una vía de comunicación con múltiples acepciones. Su alcance es ilimitado en lo espacial; la presencia física se sustituye por un teclado en el que verter todas las sensaciones posibles y además es un instrumento de aproximación ya no sólo para padres, sino para los propios discapacitados. Numerosas asociaciones y fundaciones especializadas crean sus propias ofertas internáuticas y brindan páginas web, listas de noticias, foros de discusión, correos electrónicos, documentación científica, información sobre avances, libros, congresos… incluso «chat» -charlas en directo- que acercan a las personas interesadas a comunicarse con unos desconocidos que, como ellos, hablan el mismo lenguaje.
A diferencia de los grupos de auto-ayuda, internet es una red invisible; es decir, uno puede conectarse a ella y sólo leer, «escuchar» a otros, pero sin que tenga que producirse una participación activa. Posteriormente, siempre hay un momento en que ese «invitado de piedra» emerge, da la cara y comienza a verter sus propias sensaciones, participa en la red y con ello enriquece al resto de los miembros, al tiempo que libera sus propias tensiones.
A continuación recogemos algunos testimonios esclarecedores de lo que se viene diciendo y a los que se ha tenido acceso a través de algunas listas de Internet. Son testimonios tanto sobre lo que les supuso el momento del diagnóstico, como lo que les supone ahora el recurso de internet; todos ellos son de padres de discapacitados.
«Parece que Rafael se mueve menos de lo normal (ya en la incubadora). Le hacen un montón de pruebas y detectan algo que me suena a «sánscrito». En el informe de la UCI infantil ponen «leucomalacia periventricular»; miles de preguntas a los especialistas, a los familiares médicos, a todo el que pillas… Se van afinando los diagnósticos (tres/cuatro meses después del nacimiento) y aparece la palabra parálisis cerebral. Casi me desmayo; la bóveda celeste se desploma. Me dan algunas explicaciones vagas sobre lo que puede ocurrir. No quiero creerme nada. Se necesita un poco de delicadeza en las formas, aunque es necesario hablar las cosas de una forma clara y sin crear falsas expectativas…» (Rafael, internauta, padre de R., 4 años, parálitico cerebral).
«…Después de ponernos los pelos de punta, nos dicen que en realidad eso no lo puede asegurar nadie y que son los neurólogos quienes deben explicarlo y no ella como médico rehabilitador de dicho organismo. Sigue la conversación pidiéndonos perdón por habernos dicho que nuestro hijo tiene una parálisis cerebral y nos dice: «si queréis, podéis pegarme». ?Será jilipollas?, pienso yo» (Concepción, internauta, madre de L, 8 años, paralítico cerebral).
«Ciertamente el diagnóstico se puede hacer en la mayoría de los casos desde bien pronto, al menos en mi caso así era. Tras pasar más de un mes en la UCI pediátrica, operada de hidrocefalia, ecografías cerebrales que indicaban una posible hemorragia, etc, etc, nadie siquiera mencionó la posibilidad de una parálisis cerebral. Ni el neurocirujano que la operó al examinarla a los tres meses, ni al año, ni el pediatra privado que la visitaba con frecuencia, ni el de la seguridad social, ni nadie. Y ya con once meses, el neuropediatra (la primera vez que fuimos y por iniciativa propia) sólo con verla y leer los informes dijo: su hija tiene parálisis cerebral infantil. Estoy seguro que meses antes ese mismo neuropediatra hubiera sido capaz de detectarlo». (Miguel, internauta padre de I. , 4 años, hidrocefálica).
«Mi nombre es M., tengo 22 años, vivo en Argentina y desde hace un año y medio me estoy bancando en esta situación. Sufrí un accidente de tránsito y las consecuencias fueron una lesión a nivel D5, D6 y D7. Sé que no me pasa a mí sola, que todos tenemos bajones, pero me es difícil acostumbrarme a la silla de ruedas, es más, me da bronca utilizarla. Muchas gracias por su atención y espero que no les haya amargado».
«Muchos ya me conocéis de la lista; aunque hace tiempo que no participo en ella, siempre me conecto para leer aunque no dé la cara… Hoy quiero comunicaros una noticia alegre: estoy enamorado de una mujer lindísima que ha cambiado mi vida y que le ha dado la razón de existir. Mi situación física me tiene postrado en una silla, pero eso no ha evitado que me haya desplazado a muchos sitios para dar conferencias sobre las discapacidades y en una de mis conferencias toda mi atención se fijó en aquellos ojos grandes que tanto se posaban en los míos…» (A., 35 años, PC)
«Yo soy feliz porque lo acepté. Socialmente veo que las otras madres deben pensar «?qué pobre mujer!», pero yo no me compadezco ni me veo como «pobre». He visto a mis amigas darse la vuelta porque no han sabido qué decirme. La gente no sabe cómo tratar a alguien que le pase algo así. Yo siempre creí que J. podría mejorar, porque creo y no pierdo la esperanza y eso me sigue pasando y ayudando. Veo un vídeo del año pasado y noto sus progresos. Pienso que el año que viene voy a seguir viendo sus cambios y mejorar» (Flor).
«Un hijo así es una compañía permanente y da más cariño del que tú le puedes dar a él; es cien por cien el cariño que recibes. Pienso incluso que mejor está mi hijo Down que otros muchos normales con la droga y las litronas. Compañeros míos tienen niños normales con muchos problemas y yo no cambio a mi niño por uno de ellos, que tuvo la suerte de nacer normal. A. es mi hijo» (José).
«Todas nuestras vidas familiares hubieran sido diferentes sin él, pero eso son vaguedades y la vida es otra cosa; E. está aquí como están ellas, sus hermanas, y mi situación es la que es y no la puedo cambiar. Tengo paz interior y estoy serena porque así tengo que estar. He hecho todo lo que he podido y la conciencia no me reconcome. E. tiene bien asumida su situación; sabe que no es el centro del universo, pero que en casa estamos pendientes de él. Mi hijo es feliz y está adaptado a la sociedad; le gustan las chicas como a todos los de su edad y cada día seguimos aprendiendo cosas» (Maite).
«A nosotros nos dijeron: estimulación, estimulación y estimulación en Inglaterra; así que pusimos en marcha el sentido común y a desarrollarle en su máxima capacidad. En nuestra casa y en esta ciudad, A. es un personaje y se siente importante; sabe que es Down, pero es feliz; nosotros también lo somos, nos sentimos orgullosos como orgullosos se sienten sus hermanos cuando van con él por la calle saludando a todo el mundo» (Lola y Antonio).
Los padres, los hermanos y toda la familia del discapacitado podrán seguir teniendo sus crisis, sus frustraciones y sus inevitables altibajos, pero cuando compaginan el cuidado del hijo con su bienestar personal y psíquico la realidad comienza a tomar otra forma; es el momento de la aceptación positiva. Porque la vida diaria seguirá ofreciendo pequeñas y grandes dosis de felicidad, situaciones gratas, momentos placenteros.
Tras un diagnóstico grave no hay recetas ni procedimientos mágicos que ayuden a que el dolor desaparezca. Pero si caben múltiples acciones que acompañan y aminoran el dolor de unos padres ante la dificultad de educar y convivir con un hijo especial.
El único «milagro» consiste en rehabilitar y educar diariamente al hijo discapacitado empezando lo antes posible, y según sus posibilidades, siguiendo, si hay lugar, el tratamiento médico mandado por un especialista en psiquiatría infantil. Afortunadamente hay muchos padres que aceptan la enfermedad de su hijo y hacen todo lo posible porque alcance el desarrollo máximo de que sea capaz. Su actitud es realista, pues no esperan milagros y saben que en las condiciones más favorables el niño no sobrepasará cierto nivel. Aceptando un estado de hecho, evitan por otra parte tormentos inútiles e intentos desesperados de transformaciones imposibles. Así crean en torno al retrasado un ambiente favorable a la acción educativa. (André Rey, 1980).
Los padres que viven los problemas de la discapacidad las veinticuatro horas del día no pueden mantener su objetividad si no cuentan con una equilibrada variedad de intereses fuera del entorno casero. Sólo entonces podrán emprender acciones constructivas para afrontar el reto del diagnóstico grave, evitando que éste domine sus vidas (Margaret Anne Johnson, 1978).
El hijo real no sólo no corresponde al hijo deseado, sino que devuelve a la madre la imagen que ésta tenía y trataba de evitar. En efecto, creemos que las imágenes de normalidad y de anormalidad obsesionan a la mujer embarazada. Pero estas imágenes se rechazan mutuamente. La imagen de la minusvalía se proyecta siempre sobre el otro; nunca se admite para sí mismo. Lo cual impide, naturalmente, la aceptación previa de la minusvalía para sí mismo y, por tanto, en los demás.
Debemos insistir en la importancia que tiene esta revelación del diagnóstico, ya que si se retrasa o se hace de manera demasiado progresiva, en atención al estado emocional de la pareja, puede suponer un perjuicio para el niño.
Para una mejor credibilidad del diagnóstico parcial, nos parece indispensable comenzar por la destrucción del complejo de culpabilidad en la medida de lo posible. Hay que explicar el origen de las lesiones observadas, pero explicarlas con gran sencillez, no sólo para que los padres lo comprendan, sino también y sobre todo, para que sean capaces de explicarlo a sus amistades. Así, confirmados y sostenidos por la autoridad del médico, sabrán defenderse mejor contra las posibles insinuaciones de unos y otros, y consolidar los fundamentos de su hogar, minados por el ancestral temor a la tarea vergonzosa» (Castilla) (Jean-Marc Bardeau, 1977).
Todos los padres están dotados con las capacidades necesarias para cumplir su misión de educadores, pero al igual que las demás capacidades humanas, el perfeccionamiento de esta función puede facilitarse si recibe la ayuda apropiada (Universidad de Navarra, 1979).
Cuando un matrimonio se da cuenta por primera vez de que su hijo es discapacitado, se resiste, de ordinario, a afrontar la verdad; evita mirar la situación real o distorsiona los hechos para que aparezcan más aceptables. Puesto que el grado de discapacidad varía mucho en los niños que padecen el síndrome de Down, algunos padres alimentan muchas esperanzas acerca del desarrollo futuro de su hijo. Es decir, aceptan su retraso sólo porque esperan que superará la discapacidad y será «educable».
La mejor terapia para la personalidad del niño discapacitado durante los primeros años de vida es la de un medio familiar que le acoja y le acepte. Las actitudes familiares hacia el niño pueden abarcar un amplio abanico, pero fundamentalmente se resumen en tres: la sobreprotección, la aceptación y el rechazo. La postura más madura es la aceptación, mientras que la sobreprotección y el rechazo suponen una falta de aceptación del niño con previsibles consecuencias negativas para el pequeño. (R. Clemente y otros, 1979)
Todos los pedagogos y psicólogos encuestados resaltan la importancia de comunicación fluida entre los terapeutas, la familia y las demás personas que tienen contacto con el niño especial, dada la necesidad de mantener unas condiciones similares para un mejor aprendizaje del niño. El niño es considerado como miembro de la «unidad familiar» y para obtener esta integración es conveniente que las pequeñas mejoras sean detectadas y entendidas por todos aquello próximos a él (Betty Peters en «Autismo infantil», 1979)
Una vez obtenido el diagnóstico «por grave que sea- por parte de los padres las «carreras de profesional en profesional» cesan, y comienza el periodo pedagógico para que el niño continúe creciendo y desarrollándose de acuerdo a sus capacidades.
Este informe ha sido elaborado por María Ruiz Sastre, socióloga.
Bibliografía
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