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Etapas de la agresividad

Para saber más

«No recibimos elogio mayor que el ser queridos«. M. Necker

De 0 a 2 años

El niño, desde el nacimiento, es menesteroso, necesita de los demás para sobrevivir. El recién nacido es un activo buscador de figuras de apego, es una persona proyectiva, orientada hacia el amor y la comunicación.

Desde 1942 y tras las investigaciones de Alfred Adler publicadas en su libro «Sobre el carácter nervioso » se cree que la falta de afectividad durante los primeros meses podría encontrarse relacionada con los comportamientos marginales y psicopáticos posteriores de ahí, la trascendencia de los cuidados maternales tempranos, con respecto a la futura salud mental y social del individuo.

La falta inicial de afecto podría impedir, también en opinión de Adler, desarrollar sentimientos sociales positivos, los cuales serían sustituidos por un complejo condicionado de inferioridad. En las carencias afectivas del primer año podemos encontrar, por lo tanto, las causas de la posterior insociabilidad.

Y es que cada niño tiene una absoluta necesidad de amor, de sentirse querido y aceptado, tiene «hambre social». Hambre que desea y necesita satisfacer plenamente con su medio más próximo.

Es en la afectiva cooperación necesaria entre madre e hijo cuando comienzan a desarrollarse estas fundamentales aspiraciones sociales.

Para Adler una madre inmadura, neurótica o asocial puede transmitir escasos sentimientos afectivo-sociales a su hijo y éste, por su parte, se encontrará poco dotado para establecer una relación equilibrada y armónica con las otras personas.

Si con el transcurrir del tiempo las relaciones sociales con los demás son, por incapacidad del individuo, definitivamente insatisfactorias, se producirán deformaciones en lo que Adler llama «sentimientos de contacto».

Estas deformaciones en los sentimientos de contacto darán lugar, probablemente, a diferentes formas desviadas de la personalidad, tales como neurosis social, psicosis y criminalidad.

De dos a tres años

A partir del segundo y tercer año el proceso de Socialización implica control e inhibición y el niño conocerá pronto, de esta manera, los límites impuestos por el medio.

La palabra «no» va a ser la que más va a escuchar a lo largo de su segundo año, cuando no controle sus esfínteres, derrame leche o deje caer un objeto al suelo.

La socialización impone un malestar, «el malestar de la cultura», en expresión de Freud, del que el niño trata de liberarse mediante actitudes oposicionistas y agresivas, a través de las cuales pretende alcanzar y conseguir su autoafirmación, el germen naciente de su personalidad.

Las palabras «yo», «no» o «mío» serán, por ello, las más preferidas en los meses iniciales del progreso lingüístico.

Según Anna Freud (1937), el oposicionismo infantil de los dos años podría implicar un intento de, lo que ella denomina, «identificación con el agresor».

Con la utilización continuada de la palabra negación, el infante se identificaría con aquellos mismos que le imponen restricciones y, de este modo, se imagina hacer prevalecer su propia personalidad.

La actitud agresiva infantil, frente a las frustraciones que proceden de los adultos, va a adoptar la forma de intensas rabietas que comienzan a alcanzar un punto especialmente crítico a partir de los dieciocho meses.

Se establecerá, por tanto, una comunicación de aceptación de los deseos de sociabilidad o, por el contrario, de negativa hostilidad.

A los tres años comenzaba para H.Wallon (1941), con un período crítico de negativismo, oposicionismo y rebeldía, lo que él llamaba «el estadio del personalismo».

La propia maduración orgánica y el influjo del medio socio-familiar provocan una gran transformación del psiquismo infantil.

Los intentos adaptativos exigen nuevas formas de conducta que todavía no han sido suficientemente ensayadas. Una situación tal implica, necesariamente, un conflicto entre las viejas formas de relación y las nuevas.

Y así, cada estadio del desarrollo psicológico se abre, para Henri Wallon, con una crisis y un conflicto. Y en ese período de tránsito, los logros adquiridos con anterioridad experimentan un proceso de integración con los recientemente conquistados.

Lo que aquí llamamos, como lo hizo Wallon, «rebeldía de los tres años» va a caracterizarse, fundamentalmente, por el deseo infantil de afianzar una identidad que se acaba de descubrir.

Pero para ello tiene que enfrentarse con innumerables frustraciones que se oponen y limitan sus intentos de dependencia y para las cuales no ha desarrollado, todavía, una suficiente tolerancia.

Sus deseos de autonomía van, incluso, mucho más lejos que sus habilidades motoras y lingüísticas. Su capacidad para el autocontrol es muy escasa y los estallidos de rabia y de ira serán, con frecuencia, la respuesta a su propia impotencia.

Estos aspectos conflictivos de la personalidad infantil temprana se dan con frecuencia en todos los niños, en un grado mayor o menor que corresponderá con las características de su temperamento y carácter y del trato educativo y afectivo recibido.

Sólo cuando la inestabilidad se complica y a la rebeldía y a la agresividad se le unen un miedo y una angustia exagerada, cuando se manifiesta un marcado descontrol de las funciones vegetativas, con enuresis o encopresis, cuando aparecen situaciones anoréxicas o trastornos psicosomáticos, sólo entonces podemos pensar en conductas neuróticas que podríamos englobar, en este momento evolutivo, bajo el concepto de síndrome oposicionista.

De tres a seis años

El conflicto mental que el niño tiene en el seno de la familia se deja, entonces, entrever cuando suele preferir a la abuela, a la hermana mayor o a la tía. Cuando no quiere comer en casa mientras que puede comer perfectamente fuera del hogar, en el colegio o en casa de otros familiares.

Suele ser, por otra parte, bastante frecuente que las propias conductas agresivas y de oposición le provoquen sentimientos de culpabilidad que expliquen, paradójicamente, exageradas actitudes de dependencia.

Los padres de este tipo de niños pueden llegar a padecer también conflictos de relación de tipo neurótico. Sintiéndose, generalmente, angustiados y deprimidos.

Debemos de tener en cuenta, en primer lugar, que las manifestaciones agresivas se aprenden. Y el niño las aprende, naturalmente, de los adultos.

El recurso a la furia es una reacción frecuente de las personas mayores en situación de conflicto psicológico con otros y esa recurrencia supone, por tanto, uno de los primeros, claros y llamativos, aprendizajes de la infancia.

El niño que ve a su madre irritada, o a su padre, levantar la voz y dar golpes se sentirá muy atraído para imitar este tipo de reacciones cuando se encuentre en una situación frustrante que, debido a su inmadurez, todavía no ha aprendido a superar.

No permitamos, entonces, que los niños nos tomen, en este aspecto, como modelos agresivos de comportamiento.

Cuando los padres prestan atención a los ataques de furor de sus hijos y acatan sus exigencias, o cuando, en otras ocasiones, los castigan violentamente y actúan entre sí con dureza, no hacen otra cosa que reforzar positivamente los arranques agresivos.

Ante la puesta a prueba de nuestra paciencia, aunque ello resulte difícil, conviene adoptar una actitud tranquila. Nuestro trato ha de ser firme y sereno, sin crispar para nada nuestro tono de voz.

Sabemos por experiencia que una respuesta irritada estimula, aún más, tanto con los niños como con los adultos, la agresividad, y que, por el contrario, la suavidad y el talante negociador y dialogador tiene siempre un efecto calmante y relajador.

Los niños han aprendido, desde muy temprano, a utilizar su rabia encolerizada para provocar a los adultos y conseguir llamar, de esa manera, su atención. Hacerles, por otra parte, entrar en razón si son muy pequeños, es imposible ya que no tienen la madurez cognitiva necesaria para ello.

Lo que hay que hacer es, por tanto, no permitir que por ese medio alcancen su objetivo. Si damos la respuesta que ellos esperan nos dejaremos controlar, permanentemente, por sus rabietas.

Las rabietas, como conductas de oposición, son pues absolutamente normales y son, además, el medio acostumbrado de expresión de la agresividad entre los dieciocho y treinta y seis meses.

Los niños en los años de escolaridad infantil suelen ser, en general y debido a su escasa capacidad de control del impulso, bastante agresivos.

Ya hemos visto además cómo empiezan a participar en los hábitos conductuales del ambiente que les rodea y en el que tienen sobradas ocasiones para observar, imitar e identificarse con modelos agresivos de comportamiento, ofrecidos generosamente por el mundo de los adultos, ya sea en la propia esfera familiar o por mediación de la industria audio-visual, que suele encontrar en la violencia una buena temática para la distracción infantil y el divertimento.

Este comportamiento más o menos violento, responde al progresivo dominio del esquema corporal que le va a ir permitiendo un mejor control sobre los objetos. Control que da lugar a la dinámica psicomotora del placer de destruir y construir. Además, animado por el tipo de películas a las que tiene acceso, en las que la destrucción y la muerte no suponen un proceso de tipo irreversible, llega a creer firmemente en una restitución o restauración tras el aniquilamiento.

Efectivamente, cuando en los dibujos animados uno de los personajes cae precipitado por otro desde una gran altura, hace un gran socavón al llegar al suelo y posteriormente sale de él con un gran chichón en la cabeza.

Pero, por otra parte, al aprender la idea de destrucción el niño puede llegar, incluso, a temer de los adultos, capaces, como ha podido observar sin ningún tipo de problema, de llegar a ejercer terribles daños a sus semejantes.

Los años de maduración escolar son claves para el control educativo de las actitudes violentas.

La educación en los valores de convivencia será determinante en una clara perspectiva de continuidad en el desarrollo futuro de la personalidad.

De los seis a los doce

Hay que tener en cuenta que los niños que, entre los 6 y los 12, años muestran más agresividad serán, precisamente, los que en el futuro adulto presenten más actitudes violentas en el ámbito familiar o de pareja, la violencia escolar, no intervenida educativamente, se habrá transformado, irremediablemente, en violencia social y familiar.

El periodo más crítico la adolescencia

Bandura y R.H.Walters (1963), en un estudio ya clásico sobre la agresividad en la adolescencia, mostraba que los padres de niños agresivos tendían más a fomentar y a incentivar la agresividad que los padres de niños que no eran tan agresivos.

En efecto, los padres de niños con tendencias agresivas, aunque, como es natural, no consentían, en ningún caso, la agresividad que se pudiera mostrar contra ellos – castigándola con dureza si se producía – aceptaban, por otra parte, situaciones cotidianas de agresividad entre los hermanos y, desde luego, fomentaban y gratificaban el comportamiento violento de sus hijos cuando éstos lo dirigían contra otros compañeros escolares o de juego.

Es de destacar, además, que estos chicos de tendencia furiosa, que manifestaban su mal carácter física y verbalmente contra otros chicos, expresaban un comportamiento de mayor oposición a sus profesores y también una mayor resistencia al aprendizaje.

Podemos constatar, entonces, que la correlación entre niños agresivos y niños que fracasan en la escuela es alta.

También la agresividad inducida en un grupo o en un ambiente determinado contribuye al fracaso de las funciones de aprendizaje de los componentes del grupo.

El problema se presenta con especial crudeza cuando los comportamientos agresivos adolescentes alcanzan niveles de violencia excesiva, conflicto social agudo e inadaptación escolar y ambiental. Suele suceder, en este caso, que las terapias que se utiliza son bastante inadecuadas para tratar a ese tipo de adolescentes conflictivos.

La mayoría de los centros educativos no pueden o manifiestan, comprensiblemente, algún tipo de rechazo para ocuparse de ellos, y a menudo los padres han de soportarlos en casa. Allí, como es natural, no tienen los cuidados apropiados y hacen la vida imposible a sus familias.

La integración de chicos especialmente conflictivos y de escolares violentos con alteraciones graves de la personalidad ha sido, hasta el momento y en gran parte, un fracaso, ya que se ha carecido de suficientes recursos materiales y humanos.

Desde el punto de vista de la Psicología Clínica, el refugio adolescente en el mundo de la violencia supone un intento maníaco de superación de la propia debilidad e inseguridad afectiva.

Y normalmente a la inmadurez vital se le suele añadir la incapacidad, de encontrar una identidad equilibrada y adaptada, en esta caso agravada por una deficiente formación intelectual.

Los factores emocionales contribuyen, por otra parte, en algunos períodos del desarrollo más que en otros, a crear situaciones anímicas aún más favorables a la excitación violenta.

El estrés y los problemas emocionales de la pubertad representan, por tanto, un apoyo emocional añadido a las actitudes alejadas de los comportamientos pacíficos.

Hay que considerar, también por otra parte, la existencia de un estado genérico de frustración que, en estas edades, puede jugar un papel significativo en los procesos cognitivos y conductuales de adquisición de la violencia, ya que contribuye a aumentar, por su parte, el ya sensible estado de emotividad del individuo.

En definitiva, cuanto más sufre un niño o un adolescente, a causa de sus sentimientos de inferioridad, tanto más se siente a sí mismo como desempeñando el papel de modelos adultos brutales y agresivos, modelos de imitación generalmente proporcionados por el cine, la televisión, juegos de rol y programas de videoconsolas.

Un papel superior, poderoso, dominador y, en última instancia, ferozmente agresivo, representados en la industria audio-visual por sujetos descomunalmente musculosos, provistos de armas terroríficas y moralmente autosituados, como en una caricatura lamentable y vulgar del superhombre de Nietsche, más allá del bien y del mal.

Con información de:
La perspectiva psico-evolutiva de la agresividad.
Prof. Dr. Tomás de Andrés.
Dptº de Psicología Evolutiva y de la Educación de la U.C.M

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